Delincuencia callejera

Con el café helándose o la caña perdiendo su presión en el interior de la taberna, en el exterior los fumadores arquean las cejas y se saludan sin conocerse, como si fueran cómplices del mismo delito. Las madres agarran con fuerza a sus pequeños ante la peligrosidad de aquellos que osan a consumir su dosis de nicotina a la luz del día, mientras el fumador se convence progresivamente de algo evidente: fumar está mal. Y además mata. Y propociona un goce delicioso que ahora además adquiere el tinte maravilloso de lo ilícito y lo prohibido. Los bares ya no huelen a humo; ahora son las calles las que se llenan de ese aroma pestilente y adictivo, impregnando los pequeños callejones de la capital de una fragancia intolerable para aquellos que no conocen el placer de fumar. Un brindis por todos aquellos habanos que estropearon el sabor sublime de un buen whisky de malta, creando un maridaje exuberante y decadente en nuestros paladares, que de ahora en adelante sólo tendrá lugar en el salón de nuestras casas, con la luz baja y las persianas bien bajadas, no vaya a ser que nos denuncie el vecino: “¡Chinchín!”
Pedro Barrionuevo Pérez. Maranchón