El Escondite de Natalia
Amiga soledad
martes 23 de junio de 2015, 13:59h
Amiga soledad
La música se mezclaba con el murmullo ininteligible de voces que la rodeaban. Sorda a todo lo que no fuera el eco de sus propios pensamientos, no reparaba en nada.
Rodeada de gente, una noche más, estaba sola. El mundo se había convertido en una isla desierta desde que él se fue, el universo en una cárcel cuyos barrotes estaban hechos de recuerdos.
Sentada en la barra del bar, saboreaba lentamente un gin tonic. Lo había pedido como siempre, con mucha ginebra, poco hielo y muchos frutos rojos que flotaban tiñendo de rosa y dando de forma mentirosa, un aspecto inocente al consolador brebaje. Esa noche, otra más, mojaba en alcohol sus penas.
Ajena a todo, metió un dedo en la copa moviendo lentamente el licor. Jugó con el hielo absorta en sus sueños. Se lo llevó a la boca.
Sacando la lengua, lo lamió despacio, recreándose en su sabor a nada, disfrutando de su dureza y humedad.
El frío calmó un poco el ardor constante de su ausencia.
Una gota resbaló por su barbilla hasta la fina tela que cubría su seno, dibujando un pezón perfecto que, respondiendo a esa caricia inesperada, se endureció señalando insolentemente a todos los que la miraban.
Bebía mientras se perdía en sus complicados pensamientos, que enloquecían al mezclarse con el alcohol. Su mente siempre volvía a él, el insaciable monstruo de la nostalgia se alimentaba en la noche jugando con su voluntad, traicionándola, anulando su intención de olvidar.
Apartó unos cacahuetes que le ofreció el camarero, compañero de sus infinitos silencios, diciéndole con una tímida sonrisa, que sólo comen cacahuetes los que quieren aliviar su soledad y que ella, estaba sola, porque quería.
No buscaba compañía ni conversación. Él lo sabía y con un guiño, la dejó perdida en sus sueños, abandonada en una isla habitada sólo por ella y sus porqués.
Bosques de lamentos que la ocupaban, le impedían ser feliz.
Bebía con sorbos pequeños, mojándose los labios para después limpiarlos pasando lentamente la lengua, besándose sola, imaginando algo que ya se había ido, y nunca volvería.
A veces cerraba los ojos y echando la cabeza hacia atrás, se acariciaba el pelo y suspiraba profundamente, invadida su mente por los recuerdos. Como siempre, pensaba en él. Como siempre, despierta lo soñaba. Lo imaginó de nuevo en sus brazos. Lo imaginó otra vez entre sus piernas y para evitar llorar, acercó la copa a sus labios y bebió.
Decidida a olvidar, se concentró en las notas de jazz que envolvían la noche. Mecía su cuerpo al compás de la música que sonaba en el local. Se convirtió en ola, a merced del mar de su inmensa pero inexistente presencia. Quizás meneando el alma, intentaba desembarazarse de su recurrente y compulsivo recuerdo.
Recordó cuando bailaba desnuda, cuando se masturbaba mientras él la miraba jugando con su deseo. Recordó cuando compartían su amor con otra mujer y entre las dos, devoraban su sexo.
Deseó poder volver atrás, pero sabía que nunca la perdonaría.
Ajena a todas las miradas, cogió una mora y se la llevó a la boca para chuparla. La metía y la sacaba como hace una niña cuando quiere que un caramelo dure más. Se relamía...gemía. Siguió chupando como si la fruta fuera él, como si fuera su sexo erecto lo que estaba saboreando.
Se sobresaltó al sentir una mano acariciando su espalda. Pero no se dio la vuelta ni dejó tampoco de chupar la exótica fruta. Notó como le apartaban la melena para besarle el cuello, succionando delicadamente su rosada piel.
Teresa, encerrada en su universo particular, enjaulada todavía por su recuerdo, siguió bebiendo.
Una mano le aprisionó el pecho por encima de la camisa. Uñas femeninas, largas y encarnadas, arañaron su pezón sin piedad.
Otra mano se colocó entre sus piernas por debajo de la falda frotando por encima de unas bragas secas de deseo y de ganas. Notó como un dedo se colaba por dentro de su vagina, sin conseguir despertarla de su eterna ensoñación, jugando con las bolas que siempre llevaba desde que él se fue.
Tiraba del fino hilo y después empujaba mientras susurraba sucias fantasías a su oído.
Le llevó el dedo a la boca y ella, obediente, lo lamió. Sin embargo, no consiguió mojar sus ganas.
Escondida tras una infranqueable muralla de desamor y desencanto, Teresa era inmune a cualquier caricia.
Indiferente, se puso de pie, pidió la cuenta al camarero, dio un largo trago a la copa y chupando un hielo que conservó en la boca hasta que por exceso de calor desapareció, se marchó al bar de enfrente, con su elegida y deseada amiga soledad.
Mientras, él la observaba, agazapado, escondido en una isla en la que siempre era de noche, habitada solo por él y por los demonios del despecho y el rencor. Sentado en el asiento de su coche frotaba su sexo, erecto porque la miraba a ella. Llegó su consuelo al mismo tiempo que Teresa se fue, manchando de blanco la cerrada oscuridad de su ausencia.
Oculta en las sombras, la soberbia, vencedora, se reía feliz abrazando a la soledad, su incondicional compañera.
El amor, una vez más, había perdido la batalla.