Los biógrafos nos dicen que el Papa Juan Pablo II tuvo que pasar por situaciones de pobreza y necesidad en distintos momentos de su vida. Bajo los regímenes totalitarios y dictatoriales a los que se vio sometida Polonia durante años, experimentó también la violencia y la represión ideológica contra quienes tenían la osadía de pensar de forma distinta a los planteamientos del gobierno de la nación.
Con serenidad, paciencia y valentía defendió los derechos humanos y la dignidad inviolable de cada persona. Desde su profunda experiencia de Dios, no dudó en proclamar su amor misericordioso hacia cada ser humano, pues vivía convencido de que la misericordia divina tiene el poder de poner límites al mal, al pecado y a la violencia.
El día 2 de abril de 2005, después de las primeras vísperas del domingo “in albis”, San Juan Pablo II terminaba su existencia terrena y su misión como Sucesor de Pedro. Al morir, entró para siempre en la gran luz de la misericordia divina. Ahora, desde la comunión con el amor misericordioso de Dios, su testimonio y sus enseñanzas nos recuerdan que hemos de actuar con entrañas de misericordia ante toda miseria humana.
En estos tiempos, en los que experimentamos el odio, el fanatismo y la violencia indiscriminada de unos pocos contra personas indefensas e inocentes, nos viene bien recordar y meditar las últimas reflexiones del Papa Juan Pablo II sobre el poder del mal en el mundo y sobre la fuerza imparable de la misericordia divina.
Estas palabras, que iban a ser leídas por el Santo Padre en la audiencia del domingo, día 3 de abril de 2005, nunca llegaron a pronunciarse pues el Señor lo llamó la tarde anterior a gozar de su misericordia por toda la eternidad. Publicadas después de su muerte en distintos medios de comunicación, las palabras de San Juan Pablo II son como su testamento para toda la humanidad y nos muestran el camino que todos deberíamos recorrer ante la violencia y el egoísmo.
En su escrito, decía el Papa: “A la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz”. Y añadía, el Santo Padre: “Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina”.
Esta misericordia de Dios acompaña a todo ser humano en cada instante de la vida. Lo importante es permanecer con el corazón atento y vigilante para poderla percibir. Cuando abrimos el corazón a Dios y acogemos sus Palabras de vida, todos podemos descubrir hasta donde llega su bondad y misericordia hacia cada uno de nosotros.
En este tiempo de Pascua, en el que Jesucristo resucitado continúa regalándonos a todos los hombres los dones de la alegría y de la paz, pidámosle que ningún hombre se cierre a ellos para que así sea posible establecer nuevas relaciones entre la familia humana, basadas en el perdón, la reconciliación y la solidaridad.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara