El lunes pasado era presentada en el Vaticano la Exhortación Apostólica del papa Francisco, “Gaudete et exsultate” (Alegraos y regocijaos). En este documento, el Santo Padre nos recuerda que la santidad es la verdadera vocación del cristiano y una exigencia de la inserción en la santidad de Dios por medio del bautismo para todos los creyentes, en todos los momentos de la historia, también en el momento actual.
Hace unos días, en la Vigilia pascual, los cristianos renovábamos las promesas bautismales que nuestros padres y padrinos hicieron en nombre nuestro, el día del bautismo, comprometiéndose a educarnos en la fe de la Iglesia católica. Con la profesión de la fe en la Trinidad Santa, renovábamos el propósito de permanecer en la vida de Cristo, abiertos al amor misericordioso del Padre y guiados por el Espíritu Santo.
En ocasiones, muchos bautizados, sin asumir esta realidad bautismal, piensan que los santos son superhombres y que la santidad es para unos pocos elegidos. Sin embargo, cuando leemos la vida de los santos, constatamos que son hombres y mujeres que guardan en su corazón la alegría de haberse encontrado con Dios y que la transmiten a los demás con sus obras y palabras. La principal diferencia entre los santos y los héroes está en su testimonio de Jesucristo y en el seguimiento del camino que Él nos ofrece.
La iglesia, que es santa por la constante actuación del Espíritu Santo en ella, ofrece a todos los cristianos la posibilidad de progresar en el camino de la santidad, invitándonos a meditar la Palabra de Dios, recordándonos el mandamiento del amor como estilo de vida y ofreciéndonos la posibilidad de participar de la vida divina, de la santidad de Dios, por medio de los sacramentos, especialmente por la Penitencia y la Eucaristía.
A pesar de su santidad, la Iglesia no rechaza a los pecadores, sino que los recibe con los brazos abiertos y los invita a dejarse transformar por la misericordia y el amor de Dios. La contemplación de la santidad de Dios nos ayuda a descubrir que todos somos pecadores, que necesitamos su perdón y su misericordia. Sólo cuando asumimos nuestra condición de pecadores, podemos volver a la casa del Padre, experimentando en lo más profundo de nuestro corazón que Él nos espera siempre y sale a nuestro encuentro para darnos el abrazo de paz, para mostrarnos su ternura y para hacer fiesta.
Quien se siente débil, frágil y pecador debe escuchar siempre la voz de Dios que le invita a dejarse purificar y santificar por Él, a dejarse conducir por el Espíritu Santo. Esto quiere decir que la santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en dejar actuar a Dios en nuestras vidas para que el encuentro de nuestra debilidad con la gracia divina nos ayude a crecer en la humildad, en la caridad y en la santidad, buscando en todo momento la gloria de Dios y el servicio sin condiciones a nuestros semejantes.
Con mi sincero afecto, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara