Muchos hermanos viven fascinados por los progresos de la ciencia y de la técnica. Consideran que el futuro de la humanidad está en el desarrollo económico sin límites ni condiciones. Este modo de ver la realidad les ha llevado al olvido de las raíces religiosas que anidan en lo más profundo del corazón humano y al desprecio del Dios verdadero por considerarlo un obstáculo para la libertad y para el desarrollo.
Esta visión de la existencia al margen de Dios, unida al desprecio de la dignidad humana y al poder de las ideologías, está condicionando grandemente la misión evangelizadora de la Iglesia. A pesar de todo, son muchos los bautizados y las personas de buena voluntad que cada día renuevan su compromiso en el campo social y político, ofreciendo su servicio generoso y su ayuda incondicional a miles de personas necesitadas.
Junto a estos testigos valientes del amor de Dios, nos encontramos también con otros hermanos que, al constatar las dificultades para la evangelización y para la convivencia social, viven desalentados, huyen de la realidad, se cierran en sus intereses personales o buscan el consuelo en grupos de amigos afines a sus criterios, esperando que algún día cambiarán las circunstancias y será posible evangelizar sin dificultades.
Para dar pasos seguros en la acción evangelizadora y en el compromiso social, necesitamos descubrir nuestro interior y preguntarnos por lo que podemos hacer en las cambiantes circunstancias, contando siempre con la fuerza del Espíritu Santo. La constatación de las dificultades no puede cerrarnos en nosotros mismos. Al contrario, los obstáculos tienen que impulsarnos a actuar siempre con la convicción de que Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, no nos pedirá nunca cosas imposibles. Él quiere contar con nosotros para hacer el bien posible, aquí y ahora.
Sin cerrar los ojos ante las dificultades, debemos mantener la firme convicción de que ningún obstáculo puede anular o eliminar nuestra confianza en Dios. Él, cumpliendo su promesa, permanece vivo en la Iglesia y en nuestros corazones mediante la acción del Espíritu Santo. Sólo a Jesucristo, Señor de la historia y de la Iglesia, le corresponde señalar el tiempo de la siembra y de la cosecha en el momento presente y en el futuro.
Por tanto, en la bonanza y en la adversidad, los cristianos debemos buscar nuestro consuelo y nuestra esperanza en Dios y no en los hombres. Desde la convicción de nuestra dignidad de hijos de Dios, hemos de dar gracias al Señor porque está siempre con nosotros y quiere actuar contando con nuestra debilidad. El apóstol Pablo, en medio de las pruebas y de las dificultades que experimenta en el anuncio del Evangelio, nos exhorta a la alegría: “Estad siempre alegres; os lo repito: estad alegres. Que vuestra bondad sea conocida por los hombres” (Flp, 4,4).
Con mi bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara