Los versos sueltos de Natalia : Imborrables lágrimas blancas

Siempre que el cielo anuncia nieve se cubre de un blanco distinto. Un blanco impoluto, en el que ninguna impureza tiene cabida. Las nubes densísimas lo ocultan completamente, sin que ninguna brecha deje paso a algún rayo de sol que, persistente, intente colarse.

El gorro de lana la cubre, tapándola hasta los párpados, entorpeciendo su pestañeo, ocultando sus expresivas cejas. El resto de su melena asoma por una bufanda que encierra el aliento que esos días de gelidez se vuelve visible convirtiéndose en humo.

El cielo ha avisado y no traiciona. Los copos de nieve comienzan a caer desordenadamente, moviéndose de un lado a otro a merced del aire que esa noche sopla suave, cambiando de rumbo a su antojo.

Quizás busquen un trozo de eternidad al posarse en las copas de los árboles que se convierten de pronto en figuras fantasmales, cuando en los tejados inclinados se tumban resistiéndose a deslizarse para no caer hasta el suelo, cuando pintan su gorro negro de motas blancas que a ella le parecen besos caídos del cielo.

Pero ella sabe bien que en la tierra la eternidad no existe.

Los observa a través del grueso cristal, al que ni siquiera la nieve altera su fría indiferencia. El duro vidrio la derrota, transformándola en simples gotas de agua.

Pero el piso ya está tan blanco como las nubes, su abrigo se ha convertido en un vestido de novia precioso, la bufanda en un velo nupcial que cubre su pelo y sus guantes están cubiertos de flores blancas, asemejando un ramo.

No la ve cuando ella mira como sus brazos abrazan a otra, como ejecutan posturas imposibles totalmente contrarias al amor, sobre todo porque no solo son dos los amantes de la escena que increíblemente tiene ante sus ojos.

Ella sabe que, por una ley universal, el amor debe ser solo de dos.

No siente el frío, a pesar de que la chimenea que arde fogosamente en la estancia no la puede calentar.

Puede ver las llamas enloquecidas del infierno cuando la mira. Tras el crepitar de la leña cree oír una risa estridente y burlona.

Y cuando lo mira a él puede ver al mismísimo Belcebú. Sus ojos inundados de lujuria son dos agujeros negros vacíos. Sus manos se convierten en garras mientras tocan otra piel. Sus largas piernas ejecutan malabarismos propios, seguramente, de las criaturas del averno.

La nieve no cesa. Quizás quiere rodearla de pureza o cubrirla con un abrazo consolador.

Ellos sí, por la inevitable finitud de la virilidad. Pasado el furor, quizás llega el arrepentimiento... o no, seguramente lo que acaece es el olvido.

Restos pecaminosos invaden el suelo de la sala fría a pesar de lo abrasador de la hoguera, vacía de palabras con sentido y de caricias debidas. Llena de miserias y recuerdos lascivos. Un rastro de fealdad queda para siempre entre sus paredes, que se han tiznado irreversiblemente.

Sigue vestida de novia observando su declive masculino, evidente por la luz implacable de la hoguera que ilumina su cuerpo mientras aviva el fuego. Se siente observado y un escalofrío recorre su piel.

Mira por la ventana pero no la puede ver confundiendo su estampa con la nieve.

Salta una brasa y le quema la piel del pecho, abriendo una herida que le iba a durar siempre.

Nieva intensamente, cada vez más, reposa el viento y ahora los copos caen ordenados, despacio, con una disciplina casi marcial.

Por caprichos del cielo la nieve ha logrado vencer al cristal que la separa de él, convirtiéndolo en un muro infranqueable de imborrables lágrimas blancas.

Se da la vuelta y se marcha. No deja rastro. Se pierde en la grisácea oscuridad de esa noche mientras se sacude para desprenderse de su vestido nupcial, mientras lanza al suelo las flores blancas que cubrían su pelo, mientras su memoria se evapora junto con el humo de la chimenea que sale del tejado
cubierto temporalmente de blanco inmaculado.