Venía de leer novelas con un ritmo trepidante, de esas que te atrapan desde la primera página y te mantienen en vilo hasta el final: El Clan de Carmen Mola, La alternativa del Diablo de Forsyth, El asesino de las cruces de Marcel Montecino, Últimas noticias de Arthur Haidley. Todas ellas tenían un denominador común: una prosa ágil, directa, con una estructura narrativa que no da tregua al lector. Y entonces llegó el cartero. No el repartidor de Amazon, sino el cartero de siempre, el de toda la vida, el que siempre llama dos veces...El paquete contenía Esencial azar, de Ángel Rupérez, un autor completamente desconocido para mí. Parece ser que es un poeta de renombre y crítico literario en El País, pero su obra me pillaba por sorpresa.
La trama, en términos generales, es sencilla. Un crítico de cine, abandonado recientemente por su pareja, es enviado a Nueva York para cubrir un homenaje a Woody Allen. A partir de ahí, el protagonista se ve envuelto en una serie de encuentros fortuitos con figuras del mundo artístico y literario, incluido el propio Allen. ¿Y qué más sucede? Pues poco más. El libro empieza en la página 11 y termina en la 323, pero entre esos dos puntos no pasa absolutamente nada relevante.
Más que una novela, Esencial azar parece una sucesión de reflexiones personales, hiladas con mayor o menor acierto, sin una trama sólida que las sostenga. Las frases son largas, larguísimas, con oraciones subordinadas enredadas hasta la extenuación, que convierten la lectura en un ejercicio de resistencia. Cada punto y aparte es un respiro necesario, un oasis en medio de un desierto de descripciones anodinas y divagaciones sin rumbo.
Por momentos, la lectura evoca la famosa escena de la magdalena de Proust, cuando un pequeño estímulo sensorial desata una cascada de recuerdos y asociaciones. Rupérez intenta construir un relato a partir de esa lógica, donde lo aparentemente trivial se convierte en el detonante de profundas reflexiones. Sin embargo, lo que en En busca del tiempo perdido funciona como un mecanismo literario poderoso, aquí se convierte en una excusa para el divague constante, una sucesión de ideas sueltas que no terminan de generar impacto en el lector.
Otro aspecto evidente es el homenaje declarado a Woody Allen. Como en los guiones del director neoyorquino, el libro está plagado de intercambios de frases ingeniosas, de debates sobre el amor, la muerte, el sentido de la existencia, todo ello con un tono pretendidamente agudo y trascendental. En el cine, ese estilo funciona a la perfección, ahí está el éxito de Manhattan, de Annie Hall, de Hannah y sus hermanas. Pero en una novela, el resultado es muy distinto. Lo que en pantalla se disfruta como un diálogo vibrante y neurótico, en el papel se convierte en un ejercicio tedioso, en una sucesión de disertaciones que no logran capturar la atención del lector.
Rupérez se esfuerza con ahínco en transmitir el encanto otoñal de Manhattan, en recrear su luz, su atmósfera, su magnetismo literario. Pero las descripciones no logran convencer. El autor quiere que sintamos la ciudad, que la veamos a través de sus ojos, que percibamos su belleza. Y, sin embargo, el resultado es una imagen borrosa, sin la fuerza suficiente para transportarnos allí.
Es probable que la idea inicial del libro tuviera cierto atractivo. Imaginemos a Ángel Rupérez presentándosela a su editor: un crítico de cine deambula por Nueva York, reflexiona sobre la vida y el azar, se cruza con artistas e intelectuales, todo ello en una suerte de monólogo interior salpicado de referencias cinematográficas y literarias. En teoría, podía funcionar. Pero en la práctica, cuando el verbo se hizo carne, lo que tenemos es un libro donde la acción es mínima, el desarrollo narrativo es inexistente y la estructura se sostiene únicamente sobre pensamientos dispersos, más o menos acertados, sobre lo nimio, lo cotidiano, lo aleatorio.
Quizás este libro tenga su público. Quizás haya lectores que disfruten con una prosa introspectiva, con una narración que avanza más por sensaciones que por acontecimientos. Pero para quienes buscan una historia que fluya, que atrape, que evolucione, Esencial azar puede ser una lectura agotadora, densa y frustrante. La literatura no solo debe invitar a la reflexión, también debe saber capturar el interés del lector. Y en este caso, la intención no se traduce en resultado.