REDACCION | Miércoles 22 de octubre de 2014
Ya quedan pocos lugareños que vieran bajar a lomos del Tajo las grandes maderadas pastoreadas por los legendarios gancheros. La última, en 1936, fue condenada a muerte por la Guerra Civil. Sus palos se pudrieron en el agua mientras las balas silbaban de una orilla a la otra. Hace años que murió el tío Periquito de Trillo, Casimiro Sacristán. Fue capataz de este oficio mítico cuando todavía el marrón de pinos y chopos eclipsaba temporalmente el verde esmeralda del río a la altura de La Isla.
La autoridad y pericia de que hacía gala con el varagancho, que así se llamaba la herramienta natural de los quijotes del río, perdura en la memoria de los niños de entonces que admiraron muchas veces su destreza dominando el vaivén de su caballo de madera. Aquella lanza laboral era un varal de fresno terminado en un arpón doble preso con unas cuñas para que no se saliera de su misión acuática. “Casimiro parecía un gigante sobre el agua, siempre dando voces y silbando”. Así es como lo recuerdan.
Su paisano Tomás Henche Sancho fue uno de los muchachos que, expectantes a su paso sobre el puente, admiró su destreza. Ahora tiene 77 años de edad. “Todos esos hombres, si hay gloria, tienen que estar en ella. Malcomidos y peor bebidos, dormían en la orilla del río fuera invierno o verano. Eran los más humildes de sus pueblos”, dice. Él, que moceando fue también ganchero local, reconoce abiertamente la maestría de su conterráneo: “Sin tener estudios, el tío Periquito cubicaba la madera como nadie. Cruzaba los troncos haciendo la tijera en La Isla, y no se escapaba ni una mosca de su presa hasta que decidía soltarla camino de Aranjuez”. Mientras el rebaño de pinos ocultaba el lecho del cauce, los chicos y chicas del pueblo acortaban el camino hacia Escuela puenteando el agua desde La Tajonada hasta la calle Jardines sobre tamaña maraña de leños. A alguno de ellos el atajo estuvo a punto de pasarle la factura de su vida de no mediar una mano amiga que dejó en susto y no en disgusto el remojón cuando los palos se abrieron bajo sus pies.
Tomás ejerció el oficio en una época menos épica, como se apresura a reconocer con una modestia infinita. Explica que otros trabajaron más y mejor que él, y mientras lo admite la sencillez con que refiere su historia la distingue tanto que resulta maravilloso subrayar aquí al menos una parte de esta vida anónima. Por haberla protagonizado, el trillano no percibe la sabiduría que esconde su relato y cuánto pueden llegar a conmover unas palabras sinceras desnudas por completo de ego.
No hay duda de que Tomas el tiene el Tajo metido en el cuerpo. Cuando habla, cada cierto tiempo tiene que hacer una pausa obligada para coger aire. Tose profundo, de bronquios. “Me constipé cuando bajaba madera por el río, y todavía no se me ha pasado el catarro”, asegura con una sonrisa franca al terminar una de las interrupciones. Una mente sana, sin dobleces, gobierna su cuerpo resentido. Empezó en el oficio cuando era un chaval menudo y fibroso de 20 años y 60 kilos escasos. “Nunca tuve una fuerza extraordinaria, maña, sí. Para ser ganchero, lo uno, lo otro o mejor las dos cosas”. Su padre, Julio Henche Rodrigo, y él mismo, compraban los árboles, los talaban, utilizaban el Tajo como medio de transporte de los troncos para hacerlos llegar a un lugar accesible por los camiones que venían de Madrid, y los vendían en Trillo. A veces contrataban temporeros entre los mozos del pueblo. “La buena madera estaba en Poyatos, Peralejos de las Truchas, Zahorejas o Beteta. Una vez, siendo un crío, estuve en la sierra del Alto Tajo. No se veía el cielo porque lo tapaban unos pinos enormes y derechos como velas. En el pueblo también había choperas y pinares, pero de estos carrascosos, más torcidos y no tan altos”, recuerda. Como ganchero desempeñó su labor siempre en la cercanía de la finca de Ovila y de las arboledas de Arbeteta, Carrascosa o Morillejo. “Como mucho, subíamos unos quince kilómetros aguas arriba del puente”, dice para localizar su discurso. Tanto mejor para el propósito que nos ocupa, puesto que es el Tajo trillano el que no tiene secretos para Tomás.
El hacha, bien afilada, y el tronzador eran las herramientas que el ganchero utilizaba para empezar la faena. Una vez en el suelo, había que desramar el árbol, descortezarlo, sobre todo si era chopo, enganchar su tronco a la yunta de mulas y bajarlo por la ladera del monte al cauce motor. Después de sudar por cada pelo una gota tantas y tantas veces en aquel proceso, el abuelo no deja de sorprenderse de la facilidad con la que esos dedos grandes de hierro son capaces ahora de cargar un camión de palos en media hora: “A nosotros hacer lo mismo nos costaba deslomarnos una mañana entera”. Si trabajaba por cuenta ajena, a Tomás le pagaban algo más el jornal porque acudía siempre a la labor con su yunta de mulas, el macho Morico y la mula Castaña. El precio: 125 pesetas al día, o lo que es lo mismo, “una miseria con la que malvivías”.
El macho Morico era una fuerza de la naturaleza. Clavaba las uñas en la pendiente y arrastraba lo que fuera cuesta arriba o lo frenaba cuesta abajo. Tomás herraba sus caballerías con mimo. De otra manera el esfuerzo devoraba sus pezuñas hasta convertirlas en una masa sanguinolenta. El día que Julio vendió al Morico en la feria de Cifuentes, Tomás lloró de pena. Sin ir más lejos, aquella misma tarde se acordaron de él. La caballería que lo sustituyó no podía con la carga. “¡Ve usted como lo debíamos haber aguantado algo más!”, le recriminó el ganchero a su padre. Su reacción no tuvo nada de extraño. El animal le había salvado la vida. “Cuando arrastrabas los palos monte abajo, también rodaban con ellos piedras y tierra”. Una vez, en Arbeteta, peinado con los troncos la ladera del monte camino del río, un alud de cascotes se precipitó sobre yunta y yuntero. La fuerza de la pareja de animales y la habilidad del trillano para aguantarse a pulso sobre el yugo mientras el vómito polvoriento se deslizaba bajo sus pies le libraron de verse sepultado bajo un metro de tierra.
Bien hallado al pie del agua, nuestro ganchero no tenía que esperar a que nadie bautizara sus troncos. El Morico y la Castaña, tan buenos nadadores como él, penetraban el Tajo sin temor ninguno. “Entonces soltaba la narria, y el río, mansamente, volteaba los pinos y se los llevaba camino de Trillo”, cuenta. Lo más duro del oficio era que de estacional no tenía nada. La corriente transportaba igual los palos en cualquier momento del año. “Todos los días acababas en remojo, pero sobre todo en el invierno. Las escarchas hacían que la madera resbalara y que cayéramos de cualquier manera al río, por mucho equilibrio que tuviéramos”, recuerda. Para defenderse del frío los gancheros encendían una lumbre en la orilla, leña no faltaba, y “en cuanto te secaba el fuego, aún tiritando, volvías al Tajo”. Por la noche, en plena temporada de corta, dormía al raso, en una paridera y entre las caballerías. “Su calor era el que me resguardaba de los hielos”.
Cuando terminaba la tala y la arrastrada posterior de pinos, chopos o lo que tocara hasta los márgenes del río, el bueno de Tomás componía una balsa con los últimos palos y la botaba en el agua. Él navegaba detrás. Delante, siempre Lucio Lázaro, su compañero del alma. A los dos los arrastraba la corriente al más puro estilo Tom Sawyer y Huckelberry Finn. Sus varaganchos hacían de remos y timón y el Tajo de vela y motor. “Todo lo que supe del oficio me lo enseñó él. Era una buena persona y un buen ganchero. Muy trabajador”, dice el trillano en un homenaje sincero al amigo que ya murió. Volvimos con él, cincuenta años después, al sitio donde Lucio salvó por segunda vez la vida de Tomás en los diez años que duró su ir y venir fluvial. Cuando llegamos al Pico de Mirabarbos, calló durante un rato largo. Se acordaba de aquel día. Antes de que la presa de Azañón detuviera momentáneamente el Tajo, el río hacía una gran balsa frente a las rocas que retenía la madera. “Me metí debajo de los palos para deshacer la maraña con tan mala suerte que se cerraron encima de mí sin que fuera capaz de mover uno solo”. Tomás ya no aguantaba más el aire en los pulmones y se dio por vencido. Mientras tanto Lucio, sabedor de su intención, se apuraba metiendo el gancho entre la madera aquí y allá. Buscó desesperadamente el cuerpo de su amigo bajo el agua hasta que lo encontró. “Milagrosamente, vi un hueco entre los pinos para sacar la cabeza”. Después de haber pensado que se le iba a abrir una luz parecida, pero para subir al cielo, “aquello fue una bendición de la Virgen del Campo”. Estaba salvado.
El poder del agua y el peso de la madera hinchada hacían que los troncos crujieran, amenazadores, al chocar violentamente unos contra otros en la superficie del río. Las casqueras como las que hay frente a la Fuente del Piojo eran los tramos más peligrosos del viaje. En ellas las fuerzas se tornaban incontrolables. Lucio y Tomás encarrilaban los troncos por los canalones que se formaban entre las piedras y los obligaban a pasar por el aro. Con mucha diferencia, los rápidos de Ovila eran lo más difícil del camino. Contado en unas pocas líneas, suena divertido. No lo era. “Lo hacíamos porque no había otra cosa mejor”, pero en realidad los gancheros acababan bien hartos de la mezcla de sudor y agua que les calaba hasta los huesos. Era Lucio el que ponía rumbo a Trillo a la balsa. El color del agua era el mismo que es hoy, “pero entonces bajaba más caudal, hasta un metro y medio”. El Tajo tiene muchos remolinos traicioneros. “En el mismo puente del pueblo, debajo del estribo, hay uno. Si lo ves desde arriba no notas el movimiento del agua, pero ahí está. Caer en ellos era muy peligroso”, dice.
La dureza del oficio soldaba a calda excelentes amistades. Tomás conserva alguna todavía, como la de Máximo Hernández Aldea, nacido en Carrascosa. “Hace bien poco vino a visitarme con su mujer. Al vernos ahora, ya tan mayores, los dos nos echamos a llorar”. Cuando el volumen de trabajo exigía una cuadrilla de gancheros, el cocinero, liberado en parte de la corta y arrastre, “guisaba unas patatas con congrio que nos chupábamos los dedos, o sería el hambre que teníamos”. Comían en la misma perola, y deprisa. Cualquier cosa, desde una pieza de caza a unas setas, se asaba sobre las ascuas que dejaba el fuego. “Todo nos venía bien”, siempre que estuviera regado con vino de la tierra. “No faltaba nunca una bota de arroba que colgábamos de un clavo en la pared o de un árbol a la altura de la boca para que nos costase menos emboquillar”, recuerda el bueno de Tomás.
No todo eran calamidades. Los gancheros también pasaban buenos ratos en la feria de Cifuentes, en Carrascosa donde el trillano tenía tantos amigos como en su pueblo, o en la fiesta de turno. “Salíamos en pandilla y no había vino suficiente para nosotros”, reconoce abiertamente. Por la mañana Julio, que era hombre recto, no capitulaba nunca. “Si había que trabajar, me llevaba con él sin dormir en lo alto del camión o de la mula para que se me pasara la mona mientras llegábamos al pinar”.
Por fin, después de muchas fatigas y de unos buenos diez o doce kilómetros de recorrido fluvial, los palos llegaban a Trillo. Allí Tomás y los jornaleros sacaban sus pequeñas maderadas del río. Afanosamente, subían la preciada carga, pino a pino, hasta la Plazuela de la Vega y la aupaban sobre los laterales del transporte. Como el paso hacia lo llano es estrecho, tampoco el final del trabajo estaba exento de riesgos. Había que tener mucho cuidado con lo que se hacía. “Lo primero era sujetar a pulso la collera y meter en ella a las dos mulas. Después, con un gancho y una cadena, encuartaba los palos y arreaba a yunta, dejando siempre que el animal que menos fuerza tenía tirase delante”. Goteando como pollos, hombres y bestias veían alejarse a los camiones humeantes repletos de madera camino de Madrid.
Poco tiempo después fue él mismo el que se marchó a la capital. Tenía 29 años. Trabajó en una imprenta hasta que se jubiló, “si es que después de lo que pasé a aquello se le podía llamar trabajar”. El último ganchero de Trillo tiene tres hijos, dos chicas y un chico, que “gracias a Dios no han tenido que dedicarse al río”. Ahora les cuenta sus fatigas a sus nietos para que no se olviden nunca de dónde le viene al abuelo la tos que nunca cesa.
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