Carta semanal del obispo de la Diócesis de Sigüenza-Guadalajara
REDACCION | Martes 11 de noviembre de 2014
Todos los bautizados, a partir del encuentro con el amor de Dios manifestado en Cristo, tenemos la responsabilidad y la obligación de ser misioneros. No podemos guardar para nosotros el regalo recibido pues éste está destinado a todos. Los apóstoles y los primeros cristianos son testigos de esta verdad. Una vez que se han encontrado con Cristo y han escuchado su llamada al seguimiento, no dudan en comunicar a los demás la alegría y el gozo del encuentro vivido con Él. SIGUE
En nuestros días, muchos cristianos viven y actúan con esta convicción. Con más o menos formación humana o intelectual, sus vidas irradian paz, esperanza y amor en los comportamientos con sus semejantes. Pero también nos encontramos con cristianos desanimados, desalentados y casi derrotados al contemplar la indiferencia religiosa y el relativismo moral en las relaciones familiares, laborales y sociales.
Ante estas dificultades para la realización de la misión y ante la falta aparente de frutos pastorales, algunos bautizados tienen miedo a salir al mundo para confesar su fe en Jesucristo. En ocasiones, estos hermanos dan la impresión de confiar mucho más en el propio esfuerzo personal que en la gracia de Dios y en la actuación del Espíritu Santo en la Iglesia y en el corazón de las personas.
Los evangelistas nos recuerdan en distintos momentos que el fruto de la misión no está garantizado ni es siempre el mismo. En este sentido, no debemos engañarnos cuando recogemos el aplauso, el reconocimiento y la respuesta favorable ante la presentación de algunos contenidos evangélicos. En todo momento, hemos de tener presente que una cosa es la respuesta primera y otra, muy distinta, la acogida de la semilla evangélica en el corazón con sus frutos de paz, conversión y amor de Dios.
El auténtico misionero ha de actuar siempre con la convicción de que la respuesta al mensaje que propone no va a ser distinta de la que recibió el primer Misionero, en cuyo nombre es enviado al mundo. La luz de Dios, puesta sobre el candelero, está destinada a alumbrar las oscuridades de la vida de cada persona y los comportamientos de la humanidad, pero todos podemos encontrar disculpas para huir de la luz o para ocultarnos de su resplandor.
En la realización de la misión siempre aparecerán hermanos que prefieran las obras de las tinieblas a las obras de la luz. El mismo Jesús previene a los discípulos contra este tipo de contextos hostiles, cuando les recuerda que son enviados al mundo como corderos en medio de lobos o cuando les dice que serán entregados a los tribunales para ser juzgados por sus enseñanzas y comportamientos, aunque éstos ofrezcan paz y bienestar espiritual a quienes los acogen en su corazón.
La historia de la Iglesia está repleta de testimonios de hombres y mujeres que, desoyendo los criterios del mundo, han asumido el desprecio, la burla, la persecución y la misma muerte, sabiendo que las calumnias y los insultos por defender la causa del Maestro y las mismas persecuciones por la defensa de la verdad y la justicia engendran dicha y bienaventuranza.
Hoy, como ayer, los que nos confesamos misioneros, es decir, los que sabemos que nuestra vida y misión es siempre respuesta a la llamada y al amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, debemos poner toda la confianza en Él, buscando ante todo el Reino de Dios y su justicia y asumiendo con gozo que todo lo demás vendrá por añadidura.
Con mi sincero afecto, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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