OPINIÓN

El Escondite de Natalia

Miércoles 19 de agosto de 2015
Infinitamente mía

Sólo unos segundos antes, rasgó el sobre para abrirlo. Su corazón se rasgó después, formando jirones helados como el granizo intempestivo en primavera. Una tras otra, las fue mirando sin poder evitar que se inflamara su bragueta, deseándola aún más porque estaba en otros brazos.

Abrió la ventana y desde su torre de poder lanzó las fotos al vacío mientras juraba venganza. El fuerte viento que azotaba ese día las arrastró junto con su compasión a un lugar perdido lejos de todo.

Esa noche ahogó su odio entre las piernas de una puta que se parecía a ella. La abofeteó con rabia mientras se corría en su bonita pero mentirosa boca.

Después llorando como un niño, se durmió en sus pechos mojados de cava y despecho.

El sonido de sus finos tacones acallaba las voces ininteligibles del vestíbulo. Escondida tras unas grandes gafas oscuras, caminó hasta el ascensor mirando atrás con temor.

Impaciente, golpeó el botón varias veces, porque los segundos le parecían eternos. Por fin llegó y mirándose al espejo, entró mientras se retocaba el rojo carmín que por los nervios su lengua había borrado, chupando los labios compulsivamente.

La puerta de la 111 estaba entreabierta. La esperaba desnudo. Cubrió con la boca su sexo y empezó a lamer sin un saludo previo.

A veces mordía ligeramente la delicada piel mientras él se retorcía y gemía enloquecido.

Ni siquiera entonces se escapaba de su boca un te quiero. Era tal el deseo, que devoraba insaciable cualquier atisbo de amor.

No pudo esperar más y se corrió en sus labios, mientras ella mojaba las sabanas volviéndolas pegajosas, pegando entre si sus sudorosas pieles.

Insatisfecha, buscó sus manos para calmar las insaciables ganas que tenía de él.

Los dedos que expertos jugaban con su clítoris, le parecieron poco y susurró a su oído palabras sucias para enloquecer su deseo.

Se sentó encima y se llenó de él hasta que agotó su cuerpo. Gastaron las sabanas ya resabiadas por tantas noches de amores escondidos.

Se despidieron con un beso escapado, sin sentimiento, el primero y último de esa noche loca. En sus encuentros fugaces siempre faltaban los besos y las palabras, pensó mientras se dibujaba en su cara una amarga sonrisa.

Suspiró aliviada cuando llegó a su casa, porque a pesar de la hora tardía, él no había regresado aún.

Se desnudó como siempre hacía para tomarse un par de copas de vino frente al televisor que, encendido, raramente miraba con atención. Solo servía para silenciar las voces que llenaban su mente. El alcohol enmudecía su conciencia, que esa noche galopaba desbocada entre sus pensamientos.

No recordaba haber abierto esa botella la noche anterior. Quizás los nervios la traicionaban.

Se prometió a sí misma no dejarse vencer por la tentación. Una rosa roja descansaba al lado del vino.

La quería, no merecía su traición, no volvería a ser débil. Nunca más, juró en voz alta, para convencerse, como si escuchando su propia voz la promesa se hiciera más firme e inquebrantable.

Con un dedo acariciaba la nota que le había dejado. Infinitamente mía, decía.

Sonrió mientras bebía creyendo inocentemente que era una frase de amor incondicional, ignorando que era un adiós definitivo.

La culpabilidad fue menguando, debilitada por el poderoso licor. Un ligero mareo llegó con el último sorbo.

Le pesaban los brazos y dejó de sentir las piernas que repentinamente se habían convertido en piedra.

Cerró los ojos y recostó la cabeza hacia atrás. Entonces lo supo.

El amor se convirtió en odio y el arrepentimiento en deseo de venganza, que juró que sería eterna.

La habitación se llenó de una luz dorada y preciosa. La puerta donde se juntaban todas las dimensiones se abrió. Pudo ver su cuerpo desnudo y abandonado. Lo dejó atrás junto con su ira y su rencor. Y, recorriendo el túnel de sus pecados pasados, caminó hacia el final que, convertido en principio, prometedor, la esperaba.