OPINIÓN

El Escondite de Natalia: Solamente tú

Viernes 02 de octubre de 2015
Solamente tú

Una estela de aroma dulce e intenso dejó a su paso. Por un instante loco y feliz pensó que era ella. Pero su silueta desdibujada por la oscuridad del local no era la suya, de eso estaba seguro.

No caminaba contoneándose como lo hacia ella. No bailaba con cada movimiento que regalaba al viento. No adornaba el cielo con su pelo.

Suspiró hondo y su suspiro ocultó la música melancólica que sonaba en ese momento haciendo coros a su lamento.

Ninguna era como ella. El aire vestido con su mismo perfume hizo más fuerte su obsesivo recuerdo, atrapó su mente y por un momento se olvidó de la copa que estaba preparando. Perdido en sus pensamientos, derramó el licor, que, abandonado a su suerte, cayó sobre la encimera de mármol frío y blanco.

Dejó de atender la barra y se fue a otro lugar muy lejos y atrás en el tiempo. Su perfecta sonrisa se borró de su cara, transformándose por la tristeza.

Se acarició la barba mientras soñaba despierto, quizás buscando consuelo. Volvió a un día trece, cuando la conoció. El número trece lo había perseguido desde aquel día, como señal de una deuda que tenía que pagar de otras vidas. Como si debiera una vida entera al amor no correspondido.

Otras mujeres habían estado en sus brazos, pero ninguna había sido capaz de borrar su recuerdo persistente y obsesivo. Embrujado por ella, en todas buscaba su olor. En cada una, buscaba desesperadamente su piel. Pero era única e irrepetible.

Pensar en ella era una tortura que él mismo se infligía sin hacer mucho por evitarlo.

Encontraba en el dolor que le mordía el alma, un consuelo incomprensible.

Murmurando una excusa salió del local y encendió un pitillo para borrar el intenso sabor a ella que había invadido su boca. Sabor dulce y amargo. Como sabe la vainilla cuando es pura. Sabor de amor y locura que a pesar de todo la angustia que le había traído, estaba deseando recuperar.

Pagaría cualquier precio por volver a tenerla en sus brazos. Si conociera al diablo, pactaría con él. Vendería mi alma por tenerla a mi lado, pensó con amargura. Pero el diablo jamás se acerca a los corazones nobles. Y él lo sabía. Como sabía, que nunca volvería a ser suyo.

Anochecía, y el monstruo voraz de la nostalgia lo devoró.

Volvió junto a ella. Tumbados en una cama estrecha e incómoda, parecía que estaban en el paraíso tocando el cielo. Ella, mimosa, se ponía boca abajo para dejarse querer y él, sumiso, recorría con la lengua su cuerpo desnudo.

Empezaba por sus pies, delicados y perfectos, jugando con cada uno de sus dedos, sin prisa, embelesado por ellos.

Subía por las piernas tatuadas con dos lazos y los besaba con adoración porque la envolvían como si fuera un regalo que algún dios generoso, le había entregado.

Cuando llegaba a su sexo, su olor se transformaba en esencia, y su deseo, se convertía en arrebato.

La boca y las manos enloquecían y se movían torpes y descoordinadas para darle placer. Ella, divertida se daba la vuelta y riendo a carcajadas con una risa de niña, sujetaba su cabeza entre las piernas, impidiéndole parar, exigiéndole más.

Cuando llegaba, temblaba y convertía su risa en llanto, no sabía si por una antigua pena o por un placer desbordado, nunca se atrevió a preguntar.

Se ponía de espaldas de nuevo para que la hiciese suya. Se entregaba de mil maneras.

Lo amaba dibujando formas que no existían, inventando melodías y colores que sólo ella conocía. Le regalaba con cada caricia un poco de vida que él atrapaba con ansiedad, temiendo que un día todo se diluyera como siempre se diluyen las cosas buenas que te da la vida.

Sus palabras ahogadas entre jadeos lo hechizaban hasta llevarlo al éxtasis y derramaba su amor tan dentro de ella, con tal ardor, que por un momento pensaba que la había roto por dentro.

Entonces, la abrazaba y la inundaba de dulces e interminables besos. Ella, saciada de ternura se sentaba a horcajadas encima de su cara y bailaba para acariciarse con su barba y sus labios.

Él se rendía, agotado pero feliz y comenzaban otra vez. Así hasta que ella, sudorosa y satisfecha de amor, se acurrucaba en su regazo buscando el sueño.

Él la acariciaba con sus manos y la arropaba con su aliento para velar su descanso.

Una voz llamándole, le hizo volver. Dio la última calada a un pitillo que se había extinguido entre sus dedos y abriendo la puerta del bar, murmuró en bajito, a modo de plegaria: solamente tú, Fátima, solamente tú.

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