Carta semanal del obispo de la Diócesis de Sigüenza-Guadalajara
“Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia”
Martes 24 de noviembre de 2015
El Dios cristiano se presenta en la Sagrada Escritura como eterno intercambio de amor y de unidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Este amor eterno se ha manifestado en la historia de la humanidad como amor misericordioso, como amor que perdona los pecados de los hombres, acoge a quien lo busca con sincero corazón y sostiene al que experimenta debilidad o cansancio en el camino de la vida.
Este amor misericordioso, manifestado en el devenir de la historia de la humanidad, tiene su origen en la eterna comunión de amor, de vida y de unidad entre las tres personas de la Trinidad. Por esto, Dios no se cansa de perdonar y su misericordia con nosotros es inagotable. “Desde el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca podrá agotarse, sin importar cuantos sean los que a ella se acerquen” (MV 25).
Teniendo en cuenta esta manifestación de Dios en la historia sagrada y asumiendo la invitación del papa Francisco a celebrar el Jubileo de la Misericordia, hemos de tener presente que esta palabra es la que mejor revela el misterio de la Santísima Trinidad y el acto último y supremo, mediante el cual Dios viene a nuestro encuentro (MV 2). La “misericordia” se convierte, de este modo, en la palabra clave para indicarnos, no sólo el actuar de Dios en la historia, sino su misma esencia.
El amor misericordioso, que siempre tiene su origen en Dios, quiere bañar el corazón de cada ser humano, así como las relaciones en la institución familiar y en los comportamientos sociales. Pero, para que esto se haga realidad, es preciso que cada uno deje nacer ese amor en su corazón por medio de la acción del Espíritu Santo y que no lo rechace buscando otros amores que nunca podrán saciar su sed de infinito.
La experiencia del pueblo de Israel, fabricando ídolos de bronce y de madera, incapaces de salvar y de mostrar misericordia, se repite en nuestros días. El hombre de hoy, relegando al Dios verdadero a un segundo plano en la vida, busca otros dioses, como pueden ser el poder, el dinero y el sexo, que no podrán salvarlo nunca. En otros casos, el ser humano, al olvidarse de Dios, intenta autoproclamarse señor de la creación, con poder para decidir sobre la vida de los demás y sobre el rumbo del mundo.
Este tipo de comportamientos, que no responden a la verdad del ser humano y que pueden llevarnos a todos a vivir engañados en algún momento de la vida, nos invitan a invocar la acción del Espíritu Santo para que actúe en nuestro corazón y en el mundo. Sólo a la luz de Dios, podremos descubrir la grandeza de la filiación divina y estaremos en condiciones de colaborar con el Señor en la construcción de su Reino en el mundo.
Creados a imagen y semejanza de Dios, los seres humanos, sin la experiencia de su amor misericordioso, experimentaremos siempre la orfandad y buscaremos con ansiedad la novedad de otros dioses, aunque éstos sean incapaces de ofrecernos paz, amor y salvación. Para superar esta desorientación, para no caer en la idolatría y para ser signo del actuar del Padre en el mundo, necesitamos fijar la mirada en su misericordia. “Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del actuar del Padre” (MV 3).
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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