Martes 15 de diciembre de 2015
Los cristianos celebramos a lo largo del año litúrgico los distintos misterios de la vida de Jesucristo. Durante el tiempo de Navidad, la Iglesia nos invita a fijar la mente y el corazón en el misterio de su nacimiento. Con alegría desbordante y con gratitud infinita, somos invitados a contemplar la gran misericordia de nuestro Dios, que nos regala al Sol de justicia, nacido de lo alto, para nuestra salvación.
El amor de Dios a la humanidad, manifestado de formas distintas a lo largo de la historia de la salvación, se hace especialmente patente en el misterio de la encarnación y en el nacimiento de Jesús pues, como nos recuerda el evangelista San Juan, a pesar de nuestros pecados, el Padre “envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de Él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (I Jn 4, 9-10).
Dios quiere encontrarse con nosotros, morar con nosotros, ser amigo y hermano, para enseñarnos el camino que hemos de recorrer para experimentar la felicidad. Sin embargo, este deseo de Dios puede no llegar a cumplirse porque todos corremos el riesgo de cerrar el corazón a su presencia y a su actuación en nuestras vidas. Por eso, tendríamos que preguntarnos: ¿Acojo a Dios? ¿Necesito su amor? ¿Espero su salvación o pretendo salvarme por mí mismo o por los avances de la ciencia?
En ocasiones, vivimos tan centrados en las ocupaciones diarias y en los problemas del momento presente que, aparentemente, damos la impresión de no precisar la compañía de un Dios que venga a mostrarnos su misericordia, a perdonar nuestros pecados, a salvarnos de nuestras limitaciones y a romper las cadenas que nos atan impidiéndonos ser verdaderamente libres.
Es más, cuando aparcamos a Dios y no permitimos que su Palabra nos juzgue y nos transforme interiormente, corremos el peligro de resignarnos con lo rutinario, con lo acostumbrado y con lo que hacemos habitualmente. Esta tentación, al mismo tiempo que nos aleja de Dios, nos distancia también de los hermanos, nos impide abrir caminos nuevos para la construcción de una sociedad más justa y nos incapacita para dar testimonio del Evangelio en la nueva realidad social y cultural.
Por eso, deberíamos sacar todas las conclusiones prácticas de la venida del Hijo de Dios al mundo, de su nacimiento por la salvación de los hombres. Al poner su tienda entre nosotros, nos invita a recorrer en cada instante de la vida caminos de encuentro, de amistad y fraternidad para ayudar a los hermanos a crecer como personas y como hijos de Dios. El testimonio y el estilo de vida de miles de creyentes nos dicen que esto es posible realizarlo, si dejamos a un lado nuestros egoísmos e intereses personales y buscamos con decisión y confianza el bien común y la felicidad de los demás.
La contemplación de la bondad de Dios para con nosotros y la experiencia de su amor tiene que mover nuestro corazón a establecer nuevas relaciones con nuestros semejantes, pues si Dios nos ha amado sin esperar nada a cambio, también nosotros deberíamos amarles con este mismo amor. El encuentro con el Niño Dios, que quiere llenar nuestra vida de alegría, paz y felicidad, tiene que impulsarnos no sólo a desear la felicidad a nuestros familiares y amigos, durante el tiempo de Navidad y en el nuevo Año, sino a poner los medios y las acciones necesarias para ayudarles a ser felices y para permitirles experimentar la salvación de nuestro Dios.
Con mi sincero afecto, feliz Navidad para todos.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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