Carta semanal del obispo de la Diócesis de Sigüenza-Guadalajara
Miércoles 25 de mayo de 2016
Jesús dejó a la Iglesia los sacramentos como presencia permanente de su persona y como medio para concedernos su gracia. En cada uno de ellos, el Padre misericordioso sale a nuestro encuentro, por medio de su Hijo, para regalarnos su amor y su vida mediante la acción constante del Espíritu Santo. De este modo, la misericordia de Dios, manifestada en la vida, muerte y resurrección de Jesús, llega a nosotros a través de los siete sacramentos.
Por la participación en las celebraciones sacramentales, Jesucristo nos orienta y conduce a las fuentes de la vida divina para reparar nuestras fuerzas desgastadas y para aliviar nuestros cansancios. De cada sacramento brota una fuente de agua viva, la gracia de la misericordia divina, que tiene el poder de renovar nuestra mente y nuestro corazón, incluso en aquellos momentos en los que pensamos que todo está muerto y perdido.
La contemplación de este regalo de Dios exige de cada bautizado una actitud de sincera conversión de mente y corazón para avanzar en la identificación con Cristo. Con frecuencia, corremos el peligro de ver los sacramentos como acciones del pasado sin repercusión alguna en el presente. Esta forma de pensar es preciso superarla pues nos aleja de la presencia del Resucitado en la Iglesia y nos impide contemplar la actuación de la gracia divina en nosotros por medio de los sacramentos.
Concretamente, para muchos cristianos la participación en la Eucaristía se reduce a la media hora de celebración. Con la despedida del sacerdote a la asamblea, muchos piensan que todo ha concluido y que ya han cumplido con el precepto dominical. Cuando esto sucede, se olvida que la celebración de la Eucaristía tiene su prolongación en la vida y nos obliga a ser presencia permanente del Señor en medio del mundo y en el seno de la comunidad cristiana. Sólo de este modo podremos servir y mostrar a cada ser humano el amor con el que nosotros somos agraciados por el Señor.
De la escucha meditada de la Palabra de Dios y de la recepción del Cuerpo y de la Sangre de Cristo debería surgir en todos los cristianos un nuevo modo de pensar, de sentir y de actuar. Así, la novedad del Evangelio podría impregnar todos los ámbitos de la convivencia familiar y social en cada instante de la vida. Para avanzar con decisión en este camino de identificación con Cristo hasta llegar a la meta, es preciso que oremos los unos por los otros y que demos testimonio del gozo de vivir como criaturas nuevas.
Constatar estas incongruencias en las prácticas sacramentales, no debe desanimarnos ni angustiarnos. Al contrario, tiene que impulsarnos a poner todos los medios a nuestro alcance para que cada celebración sacramental sea ese espacio, en el que todos somos invitados a experimentar la misericordia de Dios para dar testimonio de ella en las relaciones con nuestros hermanos en cada instante de la vida.
La celebración de la solemnidad del Corpus Christi nos recuerda que Dios se nos regala en cada sacramento, especialmente en la Eucaristía, para curar nuestras heridas y para sanar nuestras dolencias con el don de su misericordia. Esto exige de todos una adecuada preparación para la recepción de los sacramentos con el fin de que se den las condiciones interiores requeridas para la recepción de la misericordia. Como sólo Dios puede provocar esta disposición en el alma del pecador, cada día hemos de pedirle el don de la misericordia sobre nosotros y sobre nuestros hermanos.
Con mi bendición y sincero afecto, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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