Martes 08 de noviembre de 2016
La contemplación de la realidad nos permite descubrir que, en nuestros días, muchas personas pretenden encontrar la felicidad en la acumulación de bienes materiales, en la búsqueda del placer y en la obsesión por el poder. Aquellos que se mueven en la vida por estos intereses no podrán experimentar la verdadera felicidad, pues la posesión de bienes materiales o el reconocimiento social, aunque produzcan satisfacciones pasajeras, nunca podrán ofrecer al ser humano plenitud de sentido ni podrán brindarle la felicidad que tanto ansía.
Cuando los pensamientos y proyectos humanos se concentran en la búsqueda del propio interés y en la consecución de bienes pasajeros, la persona llega a convertirse en un ser egoísta y autosuficiente. En su existencia ya no queda espacio para escuchar la voz de Dios ni para percibir el clamor de los necesitados. Esta cerrazón a Dios y a los hermanos, al tener el corazón ocupado por otros dioses, no le permite al ser humano experimentar la alegría del amor divino ni descubrir el gozo de hacer el bien a sus semejantes, renunciando a sus deseos egoístas.
Los cristianos vivimos en el mundo, participamos de estos criterios sociales y, en ocasiones, corremos también el riesgo de dejarnos arrastrar por ellos. Cuando esto sucede, experimentamos en el hondón del alma una profunda división, provocada por la pretensión de servir al mismo tiempo a Dios y al dinero. Jesús, además de recordarnos que no podemos servir a Dios y a las riquezas, nos ofrece el camino que deberíamos recorrer para la consecución de la libertad y de la verdadera felicidad.
Los evangelistas Mateo y Lucas, al proponer las Bienaventuranzas como ideal de vida para todo cristiano, pretenden ayudarnos a descubrir el camino recorrido por Jesús, durante los años de su vida pública, para establecer el Reino de Dios en el mundo y para indicarnos el camino de la felicidad. Quienes, contemplando al Maestro, asumen con gozo el ser misericordiosos, limpios de corazón y verdaderamente pobres serán dichosos porque están dispuestos a colaborar con Él en la defensa de la verdad y en la implantación de la justicia divina en las relaciones humanas, aunque esta decisión lleve consigo la persecución y el desprecio de los poderosos.
Esto quiere decir que, si nos dejamos arrastrar por los criterios de la mayoría, pensando más en nosotros mismos que en los hermanos, nos equivocamos. Si cerramos la mente y el corazón a Dios, y no permanecemos abiertos a la trascendencia, nos engañamos a nosotros mismos. La verdadera realización del ser humano y la auténtica felicidad no están en tener más bienes o más poder ni en ser más reconocidos socialmente, sino en la relación, en el encuentro fraterno y en el regalo de la propia existencia a Dios y a los hermanos sin esperar nada a cambio.
En este sentido, hemos de tener siempre muy presente que no somos más humanos cuando vivimos al margen de Dios, sino cuando le permitimos que nos lleve más allá de nosotros mismos y de nuestras limitaciones para lograr de este modo nuestro ser más auténtico y verdadero. Partiendo de esta convicción, el papa Francisco, además de señalar que las Bienaventuranzas han de ser “el carné de identidad del cristiano”, nos invita “a renovar ahora mismo el encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” (EG 3).
Con mi sincero afecto, que el Señor os colme de felicidad.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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