Miércoles 22 de octubre de 2014
Hay que reconocerle a Zapatero su coherencia política. Hasta el final se ha entregado al Banco Santander a cambio de que Botín -¿recuerdan el ‘desayuno con tirantes’?- hiciera el caldo gordo a una política económica que conducía inexorablemente a la ruina. El silencio, y hasta la complacencia del banquero cántabro respecto de la situación económica y de las decisiones del Consejo de Ministros, sólo es comparable al mantenido por otros prebostes del empresariado patrio, siempre dispuesto a cuidar sus predios aunque se hunda el país. El problema, sin embargo, es que España roza el abismo, y, al final, el desastre ha acabado por anegar sus propias haciendas. Ya nadie se salva en la devastada España que deja Zapatero. Ni siquiera el Santander, que ha perdido más de la mitad de su valor en Bolsa. Tanto apoyo para esto, debe pensar ahora con razón el cántabro, que, al menos, ha conseguido salvar la cabeza de su ‘número dos’. SIGUE
En el fondo, este es el principal problema de la decisión del Consejo de Ministros de indultar a Alfredo Sáenz. No es tanto el hecho de que el Ejecutivo se cargue de un plumazo una sentencia firme del poder judicial (¡Viva Monstesquieu!), sino que intereses particulares acaben por empozoñar la vida pública hasta límites insoportables. Envileciendo un poco más la acción política y aumentando el descrédito de la clase dirigente. Tras la decisión del Consejo de Ministros, la opinión pública tiene derecho a pensar que algo huele a podrido en Moncloa. Los que se van, indultan a un banquero condenado por un delito extremadamente grave (enviar a la cárcel a un empresario por una denuncia falsa), y lo que entran, aparecen como incapaces de cuestionar la tropelía amparándose en que todavía no gobiernan. Como si cualquier otra decisión de carácter político y no meramente administrativa que hubiese tomado el Consejo de Ministros en funciones no hubiera sido convenientemente denunciada y aireada por el Partido Popular.
No hay que olvidar que la figura del indulto, en contra de lo que pretende aparentar el Gobierno, tiene que ver con una decisión política, no técnica, y su encaje constitucional es más que discutible. Sobre todo a la luz de un hecho incuestionable. El derecho de gracia está todavía básicamente regulado por una ley de 1870 claramente obsoleta, remendada muy sucintamente en 1988 de forma insuficiente porque no define los límites del poder Ejecutivo -aunque el indulto lo sancione formalmente el rey- para tomar una decisión que supone pisotear la independencia judicial a la hora de dictar sentencias. Este amplísimo margen de maniobra -que convierte el derecho de gracia en una cuestión discrecional y en muchos casos hasta arbitraria-, se explica, sin duda, por la ambigüedad del texto constitucional, que se limita a decir que se faculta al Rey a “ejercer el derecho de gracia con arreglo a la Ley, que no podrá autorizar indultos generales”. Y da la sensación, efectivamente, de que el indulto de Sáenz tiene mucho de real. Como la deplorable decisión de Tribunal Constitucional liberando en su día a los albertos de ingresar en prisión por un delito de estafa.
Ni que decir tiene que una legislación tan laxa y hasta gaseosa en materia de indulto -más allá de las formalidades del procedimiento que instruye el Ministerio de Justicia- da al Gobierno un poder que se sitúa extramuros de la Constitución, lo que explica que muchos juristas -como se puso de relieve incluso durante el debate constitucional- hayan atacado la institución del indulto por ser incompatible con un sistema democrático moderno, en el que las decisiones judiciales son inapelables. Y menos cuando sólo se pretende favorecer intereses de parte y no de la comunidad general.
Ya Cesare Beccaria, en un libro imprescindible* incluso para los legos en cuestiones judiciales, advertía que la clemencia es la virtud del legislador y no del ejecutor de las leyes [el Gobierno], y por eso debe resplandecer en el código, no en los juicios particulares, porque “al hacer ver a los hombres que se pueden perdonar los delitos o que la pena no es una consecuencia necesaria, se fomenta el atractivo de la impunidad”.
Y hubo impunidad cuando Aznar indulto de forma parcial a Barrionuevo y la cúpula de Interior por el secuestro de Segundo Marey. O, fuera de nuestras fronteras, cuando Bill Clinton levantó la condena al empresario Marc Rich (acusado de fraude fiscal y otros delitos económicos) en el último día de su mandato presidencial. O cuando George Bush indulto a Lewis Scooter Libby, el ex jefe de gabinete del vicepresidente, Dick Cheney, para evitar que tuviera que ingresar en prisión. Libby estaba acusado de un delito muy grave, filtrar a la prensa la identidad de la ex espía de la CIA Valerie Plame para silenciar las mentiras sobre la guerra de Irak.
El indulto, por lo tanto, supone colocar al Ejecutivo por encima de la ley, algo que podría justificarse en el pasado cuando el poder -y a veces hasta la autoridad- descansaban en el gobernante y no en los jueces. Pero los avances de la sociedad democrática no justifican de ninguna manera su pervivencia, salvo por razones éticas o humanitarias en busca de la justicia efectiva que en determinados casos se puede llegar a necesitar En ningún caso, por razones políticas como, por ejemplo, reclaman ahora algunos dirigentes nacionalistas para sacar a los etarras de prisión de forma individualizada y saltarse así el espíritu constitucional.
Y no parece que el indulto a Alfredo Sáenz tenga que ver con la ética o la acción humanitaria. El banquero fue condenado en firme no por cometer un delito relacionado con actividades extraprofesionales; sino, por el contrario, por ejercer con malas artes su oficio de banquero. Lo curioso del caso es que su indulto pone de relieve las lagunas del sistema judicial. El Banco de España se negó a apartarle del cargo en su día -contraviniendo su propio ordenamiento jurídico- argumentando que aunque la sentencia era firme, Sáenz había reclamado al Constitucional; pero curiosamente el Gobierno lo indulta, precisamente, porque la sentencia ya es firme. Lo que para una institución vale, para la otra no, lo cual es un sinsentido jurídico.
Es por eso, que el indulto de Sáenz -el banquero mejor pagado de España- no tiene nada que ver con el derecho de gracia, nacido para corregir los excesos del poder judicial en naciones no democráticas y sin separación de poderes, sino con intereses de parte claramente alegales que necesariamente hay que relacionar con el compadreo y el chalaneo político, y que convierten a la justicia en filfa. No con el derecho. Algo que desacredita a todos los miembros del Consejo de Ministros que participaron de forma colegiada en la decisión. Será interesante conocer qué dirá a sus alumnos el ministro de Educación, Ángel Gabilondo, cuando vuelva las aulas después de reclamar durante años ética y sensatez en los actos políticos.
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