Los cristianos somos llamados por el Señor para vivir con Él y para anunciar la Buena Nueva de su salvación hasta los últimos rincones de la tierra. Pero, esta misión que Jesús nos confía a todos en virtud del sacramento del bautismo, no se mide ni se evalúa por lo que nosotros hacemos, aunque esto sea muy bueno e importante, sino por la obediencia amorosa a la voluntad del Padre.
La misión del cristiano no consiste en la realización de sus propias obras y proyectos, aunque estos sean magníficos, sino en permitir a Dios realizar su obra en nosotros y en el mundo. Para ello, es imprescindible que nos pongamos ante Él, que escuchemos su voz y que ofrezcamos nuestro “sí” convencido y consciente a su querer, asumiendo en cada instante de la vida nuestra pobreza, nuestros cansancios y contradicciones.
Los problemas sociales, la disminución del número de creyentes, las dificultades para la evangelización y la indiferencia ante los problemas de los necesitados pueden centrar demasiado nuestros pensamientos y nuestras conversaciones en estos momentos. En algunos casos, estas situaciones incluso pueden causarnos agobio y angustia. Como consecuencia de ello, todos corremos el riesgo de quedarnos ensimismados y excesivamente centrados en nuestros criterios y proyectos de futuro, olvidando que Dios actúa en la historia y en el corazón de cada persona por medio de la acción constante del Espíritu Santo para ayudarnos a vivir con fe el presente y para impulsarnos a afrontar el futuro con esperanza. Cuando olvidamos a Dios, la vida personal, las relaciones con los demás y la misma evangelización se ven únicamente desde los propios criterios personales, que siempre son subjetivos y relativos.
Para mantener viva la fe y la esperanza en medio de las dificultades y para seguir anunciando con convicción la alegría del Evangelio en esta realidad cambiante y desconcertante, los cristianos hemos de vivir con la certeza de que sólo Dios sabe y conoce verdaderamente lo que nuestro mundo necesita. Por lo tanto, si estamos dispuestos a acoger sus enseñanzas y a descubrir su voluntad, El llevará su obra a la plena realización contando siempre con nuestra colaboración.
Quien escucha la Palabra de Dios y la guarda en su corazón sabe que ésta tiene el poder de transformarle interiormente y de orientar su camino hacia Dios y al encuentro con los hermanos. Por el contrario, quien cierra el corazón a Dios y deja de escuchar su llamada, con el paso del tiempo queda incapacitado para amar y para anunciar el amor misericordioso de Dios a sus semejantes.
Es más, quien se empeña en vivir sin escuchar a Dios y sin descubrir su voz en el lamento de aquellos hermanos que pasan necesidad y frío a la puerta de su casa, en la vida eterna no podrá experimentar la comunión con Dios y la convivencia con los hermanos que ha despreciado y olvidado durante el paso por este mundo. Al final de la vida, no seremos examinados de nuestras riquezas ni de nuestras realizaciones, sino del amor a Dios y a nuestros semejantes.
Durante el tiempo cuaresmal, dejemos que el Espíritu nos conduzca al desierto para que, escuchando la Palabra de Dios y contemplando el rostro sufriente de tantos hermanos, no tengamos miedo a salir de nosotros mismos para ser auténticos misioneros buscando el bien de los demás y deseando la felicidad de los otros. “Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio” (EG 272).
Con mi bendición, un cordial saludo
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara