Todos los seres humanos llevamos inscrito en lo más íntimo de nuestro ser un profundo deseo de vivir. Queremos una vida más larga, pero nos encontramos con la dolorosa realidad de la muerte sin que podamos hacer nada ante la misma. Como mucho, algunos científicos nos dicen que será posible alargar en el tiempo la existencia humana en este mundo. Pero, al final del proceso, la muerte volverá a hacerse presente.
Esta realidad, que nos toca especialmente cuando la contemplamos y experimentamos en nuestros familiares y seres queridos, suscita en nosotros preguntas inquietantes: ¿Qué será de mí después de la muerte? ¿Podemos hacer algo ante la misma? ¿Existirá algo más allá de la muerte o, por el contrario, todas las esperanzas, proyectos y realizaciones del ser humano terminarán debajo de una lápida en el cementerio?
Muchos hermanos prefieren no plantearse estas preguntas para no tener que responder a las mismas. Otros, sin llegar a conseguirlo, intentan olvidarlas concentrando toda su atención en las preocupaciones de cada día y en la búsqueda obsesiva por la acumulación de riquezas y por el bienestar material, como si fuesen a permanecer para siempre en este mundo.
Los cristianos, por medio de la fe en Jesucristo muerto y resucitado, podemos dar este paso trascendental en la existencia con la confianza total en su resurrección. Esta confianza no es algo ilusorio ni una cuestión del pasado. Surge de la fe sencilla y madura en las palabras y en las promesas de Jesús, cuando nos recuerda que Él es la resurrección y la vida y que quien cree en Él, aunque haya muerto, vivirá para siempre.
Como miembros del Cuerpo de Cristo, quienes creemos en Él y nos fiamos de sus promesas vivimos ya en este mundo de su victoria sobre el poder del pecado y la muerte. Por su resurrección de entre los muertos, la vida de Dios se ha manifestado en Jesús como un verdadero y nuevo nacimiento. Él ha renacido a la vida definitiva de Dios, como las primicias, y nos ofrece a quienes creemos en Él la posibilidad de participar de su misma vida, aunque no sea de forma plena, mediante la celebración de los Sacramentos.
Esta fe en el Resucitado y la acción del Espíritu en nosotros nos permiten vivir y actuar como hijos de la luz, con una vida nueva. Por eso, durante el tiempo pascual, se nos invita insistentemente a buscar las cosas de “arriba”: el amor, la compasión, la dulzura, el perdón y la solidaridad con todos los hombres. Consecuentemente, se nos pide renunciar a las cosas de “abajo”, como son nuestros egoísmos, nuestro afán de suficiencia, nuestra soberbia y el deseo de dominar a los demás, imponiéndoles los propios criterios en la convivencia diaria en vez de actuar con los criterios del Señor.
La renovación de las promesas bautismales, realizada en la Vigilia Pascual, no puede quedarse para los seguidores de Jesús en buenas palabras. Con la ayuda de la gracia divina, hemos de luchar contra el pecado que nos aleja de Dios y rompe la comunión con los hermanos. La participación en la vida de Dios, iniciada el día del bautismo, tiene que prolongarse a lo largo de nuestra peregrinación por este mundo y, por lo tanto, lleva consigo el alejamiento del pecado y de todo lo que se opone a la nueva vida instaurada en Cristo.
Con mi bendición, feliz tiempo pascual.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara