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INTERVIU Silicosis: “Lo limpiaban todo antes de las inspecciones”

REDACCION | Miércoles 28 de junio de 2017
La alarma saltó en 2009, cuando los médicos empezaron a detectar casos de silicosis por primera vez fuera de las minas. En ocho años, ya van tres fallecidos y más de cien diagnosticados. El 'boom' inmobiliario alentó en esta localidad gaditana el florecimiento de empresas que trabajaban el compactado de sílice y abastecían a todo el sur. Afectados y familiares hablan de una enfermedad cruel, que ataca a jóvenes (con una media de 33 años), destroza familias y no tiene cura.

Y denuncian la nula prevención en trabajos a destajo como causa de la explosión de casos. En los talleres de encimeras de Chiclana las revisiones de seguridad laboral no sirvieron para nada. La viuda de José María Gamero Gómez, Coque, cuelga el teléfono súbitamente al oír la palabra “silicosis”. Sus hermanos han decidido, sin embargo, erigirse en la voz de él. “A Coque no se le escuchó en vida y nosotros tenemos que contar lo que pasó, lo que sufrió”, dice enérgica Lorena Gamero. Son dos actitudes diferentes para afrontar el sufrimiento que les causó y aún les provoca la silicosis, que costó la vida a José María hace tres años. Lorena y su otro hermano, Javier, se han tatuado en el antebrazo el mismo símbolo que llevaba Coque.
“Es un trisquel que simboliza el equilibrio de la vida”, cuentan. Además, Lorena lo acompaña de una frase que su hermano tenía como lema: “Vale la pena luchar por lo que vale la pena tener”, y la fecha de nacimiento de Coque, el 23 de abril de 1979. Para él, obviamente, eso era, más que nada, la salud. Coque murió con 35 años, después de luchar durante cinco contra la silicosis. Los últimos tres años los pasó casi sin salir de casa porque se asfixiaba y le avergonzaba ir atado a una máquina de oxígeno.

“En los últimos meses no podía ni agacharse siquiera. Al principio empezó a asfixiarse; se quedó muy delgado; le daban golpes de tos. Cuando le llegó el diagnóstico no sabía qué era eso. Luego se cabreaba muchísimo por lo que le había pasado. Nadie le había informado”, recuerda Yolanda Gamero, la hermana mayor. Finalmente, José María murió en la mesa de operaciones, tras doce horas de intervención para trasplantarle los pulmones. Había trabajado algo más de diez años en un taller de mármol en Chiclana de la Frontera (Cádiz) y fue uno de los primeros diagnosticados de esta enfermedad en la provincia. Era el año 2009 cuando se le puso nombre a una enfermedad que hasta entonces no se había registrado fuera de las cuencas mineras del norte de España. Coque, junto con Agustín Cebada, son las dos primeras víctimas oficiales de la silicosis del aglomerado de cuarzo. A ellos hay que añadir otro afectado, empresario de una marmolería de la misma localidad gaditana, que se suicidó colgándose de un árbol por el peso de la enfermedad y la presión de las responsabilidades personales y económicas. La maldición del cuarzo Comercializado bajo marcas como Silestone –de fabricación española, una de las más conocidas internacionalmente–, Compac o Quarella entre otras, el compactado de cuarzo es un material muy usado para hacer encimeras de cocina, baño o revestimientos de paredes. Surgió con fuerza en pleno boom inmobiliario y a Chiclana llegó como un maná. Los talleres del mármol se apuntaron pronto a su versatilidad y llegó a haber casi una treintena de empresas que lo trabajaban. Hoy no quedan más que cuatro. Desde la localidad gaditana se suministraba a todo el sur de España y, sobre todo, a la Costa del Sol, donde la fiebre inmobiliaria parecía no tener fin. La bonanza dejó tras de sí una dramática herencia.

En Chiclana hay un centenar de diagnósticos de silicosis, cifra que, seguramente, sería mayor si todos los que han estado expuestos al peligroso polvo de sílice se hicieran las pruebas. “Somos la punta del iceberg. Habrá muchos más enfermos, aquí y en el resto de España. Si es tan malo este material, ¿por qué no se saca del mercado?”, apunta Ismael Aragón, presidente de la Asociación Nacional de Afectados y Enfermos de Silicosis (Anaes), creada tras las primeras muertes. En su familia se cebó el zarpazo de la enfermedad: es primo del primer fallecido, Agustín Cebada, y otros dos hermanos suyos y su padre tienen el mal.


“Las encimeras están manchadas de sangre, y las tenemos todos en casa”, sentencia Ismael Aragón. La falta de información, de medidas de seguridad y de prevención adecuadas y la enorme carga de trabajo en condiciones nefastas fueron un cóctel peligroso que envenenó a obreros en corto periodo de exposición. A algunos les bastó con dos años de trabajo con el aglomerado de cuarzo para enfermar de silicosis. Varios trabajadores y sus familias relatan cómo se preparaban los talleres antes de que llegase la visita de los técnicos de prevención de riesgos laborales. “El día antes de una inspección, paraban de trabajar y todos se ponían a limpiar”, relata Lorena Gamero. Ismael Aragón, compañero de su hermano, lo corrobora: “Cuando iban a llegar, todo se dejaba listo. Y las inspecciones de trabajo no se acercaban hasta que hubo dos casos de silicosis confirmados en el mismo taller”. Mari Carmen Macías, integradora social de Anaes y mujer de un enfermo, lamenta que se culpe a los operarios. “Nos dicen que no se cuidaban, no es así. ¿Como se explica que el cien por cien de la plantilla de una misma empresa enfermase? Algunos no se quitaban la mascarilla y están enfermos”. El presidente de Anaes precisa que se ha demostrado que las mascarillas que entonces se recomendaban, las FFP2, no servían para nada.

“Ahora se ha visto que la que se necesita es la de polvo muy muy fino, la FFP3, apta para filtrar gas y que se puede llevar un máximo de 8 horas. El problema es que la partícula que se desprende en el corte es finísima y además lleva una carga eléctrica que hace que se pegue. Se te adhiere al pulmón, y ya no sale”. Lorena Gamero cuenta que su hermano trabajaba en un lugar cerrado y mal ventilado, que su labor era, básicamente, cortar. En su taller, se despachaban hasta veinte encimeras al día. “Estaba en un zulo metido. Mi padre le traía mascarillas de los astilleros porque a veces ni tenían en el taller. Le iba a buscar al trabajo y salía cubierto de blanco; hasta las pestañas las tenía llenas de polvo”, explica Lorena Gamero. Su hermana apunta: “Era como si le hubiesen tirado un saco de harina por encima. Se duchaba y no se le iba”.

Parar la Epidemia La primera muerte, la de Agustín Cebada (a sus 33 años) fue un “palo gordo” para los enfermos y sus familias. La cara más dura de una enfermedad de por sí cruda se hizo patente. Dolores Chaves no ha podido hablar hasta ahora de la muerte de su hijo; apenas en conversaciones familiares. Solo accede a hacerlo con interviú para “que esto se divulgue y no haya más enfermos”, dice atragantándose con su dolor. Es la primera vez que se acerca a Anaes, la asociación que su hijo promovió antes de morir. Lo hace, como quiso también Agustín, para ayudar a enfermos y sus familias y divulgar los peligros de un material que se vende como de lo mejor para fabricar encimeras en baños y cocinas. “Veremos cómo me levanto mañana. Sé que por venir a recordar todo esto voy a estar que no podré ni arrastrarme, vomitaré… Pero es que no puede ser que estén enfermos y tengan que seguir trabajando. Esta lucha debe servir para que no siga cayendo gente”, dice. A su lado, su marido asiente. Loli vivió muy de cerca la enfermedad y la agonía de su hijo. Fueron tres años hasta que falleció a las pocas horas de recibir un trasplante doble de pulmón. “Cuando le diagnosticaron a él, había otros dos chicos de los que se sospechaba que tenían silicosis. Al principio le dijeron que lo que tenía era alergia; luego empezó con fiebre, no muy alta pero que no se sabía a qué respondía”.

Apuntaron más tarde a una neumonía. Fue la familia la que insistió en preguntar si aquello no sería silicosis. Tras las primeras radiografías, los médicos se llevaron las manos a la cabeza. “Era silicosis, y los pulmones estaban muy afectados”, recuerda Loli. El padre cabecea subrayando los recuerdos de su mujer. “Un año después le hicieron otra revisión –lamenta Agustín–. Las espirometrías [prueba de suficiencia respiratoria] salían tan mal que decían que no las sabía hacer. Era que no tenía capacidad pulmonar”.

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