Un nuevo curso escolar comienza y ya desde las semanas finales de agosto, sentimos que los miedos acallados en el verano, vuelven a surgir hasta que en los inicios de septiembre alcanzan la proporción de pánico. Un pensamiento con el que tenemos que luchar una y otra vez: “No quiero vivir la misma situación que el año pasado, no soy capaz de pasar por lo mismo, y cada año todo es más difícil. Los problemas van a más y no parece haber ninguna solución. No hay recursos…”. Somos padres de un niño con SAF una enfermedad rara, producida por el consumo de alcohol de su madre biológica, que, aunque se conoce desde los años 70, su diagnóstico y tratamiento es desconocido prácticamente por todos los ámbitos sociales (médicos, asistentes sociales, psicólogos, profesores…). Los daños cerebrales que provoca pasan desapercibidos y solo son visibles los problemas de comportamiento que crea. Además, como profesores, conocemos perfectamente las deficiencias y miserias que arrastra nuestro sistema escolar. Desde la crisis la atención a la diversidad es el ámbito que más daños ha sufrido, dejando en mínimos los recursos que recibe y pasando a depender de las buenas intenciones del profesorado la atención de nuestros hijos o alumnos. Los horarios de profesores, las ratios por encima de lo posible, los escasos docentes especialistas, la deficiente formación, la inestabilidad de las plantillas, el desconocimiento en neuroeducación, la sobrecarga lectiva del profesorado… hacen que hoy por hoy no se garantice la igualdad educativa, y menos aún para un niño con necesidades educativas especiales o específicas. La suerte de estos niños depende casi de modo exclusivo de la inversión de sus padres en tiempo y dinero, según las posibilidades de cada familia.
Unas familias que ya estamos suficientemente desgastadas por la enfermedad y la lucha diaria que conlleva. Luego que nos digan que solo somos los padres de nuestros hijos y que no debemos estresarnos cumpliendo más funciones que esa, pero allí donde el estado de bienestar no llega, lo suplimos los padres: siendo los terapeutas, los psicólogos, los profesores, los monitores de actividades a las que no pueden asistir, los militantes de una asociación para defender sus derechos y hacer conocer su problemática… La otra opción, sentarse y esperar a que se activen los recursos que necesitamos, no es aceptable. Tampoco lo es, como nos dicen con cierta frecuencia, ser positivos y esperar, uno nunca sabe que con el futuro todo mejorará. Lo triste es que la ceguera social en la que estamos inmersos hace que la segunda posibilidad sea la que marque la pauta de la realidad, permitiendo la pasividad de un sistema que no ve o no quiere ver los problemas. Un sistema que no ofrece respuestas ni soluciones y que se parapeta en un entramado burocrático, que él mismo ha creado, o se justifica en una crisis por la que ha hecho pagar a muchos los pecados de unos pocos.
Mientras un nuevo curso comienza, nosotros nos sentimos afortunados y agradecidos de poder contar con el esfuerzo y la comprensión del profesado del CRA de Iriépal al que acude nuestro hijo; pero… ¿y los demás? Los que están sin diagnosticar, los que sus padres no tienen recursos, voz o fuerzas para pelear por ellos… Están condenados a llevar el cartel de vagos, malos o disruptivos el resto de su escolaridad hasta el fracaso final. ¿Por qué es tan difícil ver que estos niños NO SON un problema? Estos niños TIENEN un problema al que no le estamos dando respuesta y por el cual les estamos culpabilizando.
Un sistema educativo como el nuestro, que no invierte en atención temprana, que escamotea recursos en los primeros y más importantes años de la formación de nuestros hijos, que convierte a la inclusión y la atención a la diversidad en parte de la retórica legislativa sin plasmación en la realidad, no solo acaba con el principio de igualdad de oportunidades en la educación sino que, además, crea para el futuro muchos problemas sociales y más gasto público. ¿Qué es más caro para un sistema invertir en las consecuencias o en la prevención? No hay que recurrir a la ciencia ni a las estadísticas para entender que un sistema debe invertir en la prevención. Entonces, ¿por qué no se hace?
Laura Calvo Olmeda y Jacinto Parra Gamero