Martes 09 de abril de 2019
En las celebraciones de la Semana Santa, los cristianos revivimos y actualizamos sacramentalmente los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Con ello confesamos que somos discípulos del Crucificado que ha resucitado. El olvido de esta verdad puede hacernos caer en el engaño y en la mentira: Quien no cargue con su cruz, detrás de mí, no es digno de mí (Lc 14, 26-27).
Cuando acogemos este testimonio del Maestro, descubrimos que, en ocasiones, nos hemos alejado del verdadero sentido de la cruz, al reducirla a un conjunto de mortificaciones y renuncias para llegar a una más perfecta comunión con Él por medio del sufrimiento. En otros casos, hemos asumido que llevar la cruz consistía en aceptar con paciencia las contrariedades de la vida.
Si nos fijamos, los Evangelios nos presentan la muerte en cruz de Jesús como obediencia amorosa a la voluntad del Padre y como expresión de solidaridad con los últimos de la sociedad. Ciertamente, el valor de las renuncias y privaciones es importante desde el punto de vista ascético, pero si ponemos los ojos en Jesús, podemos descubrir que cuando habla de la cruz no se refiere a una vida colmada de renuncias y mortificaciones, sino a cargar con la propia cruz como condición para ser discípulo suyo.
En aquel tiempo, llevar la cruz formaba parte de la ejecución de los malhechores, pues estos tenían que recorrer las calles de la ciudad cargándola sobre sus espaldas con un cartel en el que se indicaba la razón de aquella muerte. De este modo, el reo aparecía como culpable ante la sociedad y, por lo tanto, merecedor de aquel castigo.
Los Evangelios nos dicen que la verdadera cruz de Jesús consistió en el rechazo y desprecio de los dirigentes del pueblo hacia su persona, apareciendo como culpable y blasfemo ante todos por amor al Padre y a los hombres. Por tanto, sin minusvalorar el valor espiritual de la mortificación, los cristianos hemos de estar dispuestos a sufrir el rechazo y el desprecio de la sociedad por vivir nuestra fe y seguir al Maestro.
En algún momento, la fidelidad a Dios puede acarrear incluso el rechazo y el juicio de amigos y familiares. Cuando esto suceda, es decir, cuando nos insulten, calumnien o digan cualquier cosa contra nosotros por confesar el nombre de Jesús, Él mismo nos dirá que seremos dichosos y felices porque nuestros nombres ya están inscritos en el cielo.
Durante los días de la Semana Santa, contemplemos la cruz de Jesús, postrémonos ante ella en actitud de adoración y pidámosle al Crucificado que nos ayude a llevar nuestras cruces, en comunión con Él, para poder acompañar y ayudar a quienes no tienen fuerzas para soportar las pesadas cruces, que ponemos sobre sus espaldas con nuestro egoísmo e indiferencia.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz celebración de la Semana Santa.
Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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