Martes 16 de abril de 2019
“Cristo ha resucitado”. En estas palabras se concentra la fe de la Iglesia, profesada por millones de hombres y mujeres a lo largo de los siglos. Sin el hecho de la resurrección, la fe en Jesucristo no tendría sentido, la predicación sería inútil y los sacramentos estarían vacíos de contenido. Estaríamos confesando a un hombre extraordinario, pero si no ha resucitado, no sería el Hijo de Dios ni podría salvarnos.
Cada día del año, cada instante de nuestra vida, pero especialmente durante el tiempo pascual, los cristianos celebramos en la liturgia y confesamos en todo momento que Jesús de Nazaret, el que pasó por el mundo haciendo el bien y curando las dolencias de los hombres y mujeres de su tiempo, el que fue crucificado, ha resucitado al tercer día de entre los muertos, en cumplimiento de las Escrituras.
La pregunta del ángel a María Magdalena y a las demás mujeres, que se acercaron al sepulcro, se repite especialmente durante el tiempo pascual no sólo para los cristianos, sino para todos los hombres y mujeres de la tierra: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, ¡ha resucitado!” (Lc 25, 5-6).
La humanidad hoy necesita y espera de los cristianos un testimonio renovado de la victoria de Cristo sobre el poder del pecado y de la muerte. Muchos hermanos nuestros viven con dudas, con miedo y desilusión, porque no han tenido la dicha de encontrarse con el Resucitado. Ellos esperan el testimonio de nuestras palabras y de nuestras obras para descubrir el rostro glorioso de Cristo como plenitud de sentido para su existencia.
Solamente un Dios que nos dice que está vivo para siempre, que nos regala su vida sin mérito alguno por nuestra parte, que nos ama hasta el extremo de cargar con nuestros pecados y sufrimientos, que está dispuesto a curar nuestras heridas, especialmente los dolores de los marginados y de los inocentes, es digno de fe y de adoración.
En medio de las guerras y de las muertes, la resurrección de Cristo nos ayuda a ver con ojos de esperanza los incontables males que hoy afligen a la humanidad. Él no ha quitado el sufrimiento y el mal del mundo, pero lo ha vencido en su raíz con su resurrección. A la prepotencia del mal ha opuesto la omnipotencia del amor.
Desde su resurrección, Cristo permanece vivo entre nosotros. Él, que es la esperanza de un mundo mejor y de la victoria del amor sobre la muerte, nos invita confesar su resurrección y a seguirle con alegría en medio de las oscuridades del camino: “El que quiera servirme que me siga, y donde esté yo, allí estará también mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará” (Jn 12, 26).
Con mi sincero afecto, feliz Pascua de la resurrección del Señor.
Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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