Empujó la puerta que se resistió holgazana por la edad quejándose con un lamento chirriante que invadió el inmenso mutismo pueblerino, que acalló el cantar alegre y primaveral de los pájaros, el ladrido de los perros solitarios buscando compañía.
El peligro que la perseguía desde hacía días enmudecía por su optimismo y candidez. Ajena a él, inmersa en sus pensamientos, Laura olvidó cerrar la puerta.
El mal se coló sibilinamente por la rendija abierta, susurrando obscenidades, babeando morbosidades.
Un golpe seco y lacerante en la nuca la pilló desprevenida despeinando su coleta, envolviendo la claridad de la mañana en densas tinieblas.
El suelo adoquinado se convirtió en espectador impasible del ultraje de su cuerpo, en una bandera de pérfida rendición, en aliado impasible del mal que aprovecha cualquier resquicio para aniquilar la bondad, para derrotar al bien.
Su último aliento se confundió con la brisa suave de la mañana, con el rumor de las hojas, con el cantar despreocupado y alegre de los pájaros.
Natalia Sanchidrián Sainz