Martes 21 de enero de 2020
El cristiano tiene muchos momentos a lo largo del día en los que puede experimentar la presencia de Dios en el mundo y descubrir su poder. La participación en la Eucaristía, la lectura de la Palabra de Dios, la contemplación de las maravillas de la naturaleza y el encuentro con personas de bien nos brindan la posibilidad de gozar de la presencia cercana de nuestro Dios.
Estos momentos y encuentros con Dios tienen su fundamento en el bautismo. De la acción del Espíritu Santo en el corazón de los bautizados, brota la oración confiada, el servicio amoroso a nuestros semejantes y la capacidad de entregar la propia vida a los necesitados. Todo el bien que hacemos o que descubrimos en los demás, nace del encuentro con Dios en el bautismo.
En este sacramento, cada cristiano se entrega a Dios y es consagrado a la Santa Trinidad tal como es. A partir de la comunión de amor y de vida que se establece en el bautismo con las Tres Personas divinas, el cristiano renuncia a la obsesión por el tener, al dominio sobre sus semejantes y a la utilización de los hermanos en provecho propio.
Frente a quienes defienden una concepción de la libertad, sin referencia a la verdad y al bien, buscando únicamente los propios intereses y conculcando los derechos y la dignidad de los demás, el cristiano, por el bautismo, es injertado en la vida de las Tres Personas de la Trinidad que lo acogen en su comunión de vida y amor.
Durante la peregrinación por este mundo, todo los bautizados recibimos la invitación a permanecer en la comunión con Dios para dar frutos de vida eterna. Esta permanencia en la comunión con las personas divinas es una llamada constante a no centrar las decisiones vitales en nosotros mismos o en nuestros deseos egoístas, sino en el desarrollo de la existencia de acuerdo con sus designios de amor sobre nosotros.
Con la renovación de las promesas bautismales, los cristianos renunciamos al pecado, a la prepotencia, al afán de posesión, el despotismo, a la tristeza y a la desesperanza. Y, al mismo tiempo, confesamos la fe que deseamos vivir en lo profundo del corazón y que nos impulsa a la confrontación con la historia y con los problemas cotidianos de la vida.
Esta profesión de fe en el Dios de Jesucristo y la opción por Él tienen que ayudarnos a pasar de la concepción de un Dios útil para mí y para mi recorrido vital, al descubrimiento de un Dios para todos, un Dios que ama a todos y da la vida por ellos. A partir de este descubrimiento, podremos poner la vida y la muerte en las manos del Padre celestial para que realice su obra en nosotros y para que ayude a estar siempre disponibles para nuestros semejantes.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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