Martes 18 de febrero de 2020
El pasado día 2 de junio recibíamos la tristísima noticia de la muerte de la adolescente holandesa Noa Pothoven. Según las informaciones de los medios de comunicación, esta joven pudo acabar con su vida, sin recibir la alimentación necesaria, ante la mirada de sus familiares y de un equipo de médicos especializados en el suicidio asistido, porque sufría depresión y ansiedad, debido a la violación de un primo suyo.
Los últimos informes señalaban que quienes aprobaron la ley sobre la eutanasia y el suicidio asistido en Holanda, así como bastantes médicos, estaban asustados ante este hecho, pues mientras la ley indicaba que la eutanasia debía aplicarse en casos de “sufrimiento insoportable” o “sin perspectiva de mejora”, durante los últimos años se había aplicado a enfermos de alzhéimer, a ancianos sin graves problemas de salud y a personas abandonadas a su suerte.
Ante la contemplación de esta muerte, son muchas las preguntas que podríamos formularnos, aunque tal vez nos falten datos para responder a las mismas. ¿No había ninguna posibilidad de recuperación para una joven que aún no era mayor de edad? ¿Se le prestaron las atenciones humanas, psicológicas y espirituales de acuerdo con su situación personal? ¿Una sociedad no tiene nada más que ofrecer a las personas que sufren o pasan por dificultades que la muerte?
El papa Francisco, impresionado por el avance de la cultura de la muerte y, más concretamente por la muerte de Noa, además de orar por ella y por su familia, escribió un tweet, en el que decía: La eutanasia y el suicidio asistido son una derrota para todos. La respuesta a la que estamos llamados es no abandonar nunca a los que sufren, no rendirse nunca, sino cuidar y amar para dar esperanza.
La cultura de la muerte y del descarte no son signos de civilización, de humanidad ni de progreso, sino un signo de individualismo, de abandono de las personas más necesitadas y de falsa compasión ante sus sufrimientos. En una sociedad individualista y materialista, en la que se busca el bienestar material por encima de todo, deberíamos hacer un examen de conciencia para analizar dónde nos situamos cada uno ante la eutanasia y el suicidio asistido y para preguntarnos si asumimos con valentía la defensa de la vida.
La pobreza espiritual, humana y cultural de la sociedad que estamos construyendo entre todos debería hacernos pensar en la urgencia de volver el corazón y la mente a Dios. Cuando se olvida que Él es el dueño de la vida y de la muerte, cada persona, pretendiendo ocupar el lugar que sólo a Dios le corresponde, puede caer en la tentación de decidir sobre su vida y sobre las vidas de los demás, olvidando que toda vida humana debe ser acogida, defendida, cuidada y acompañada.
Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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