Martes 14 de abril de 2020
No soy hombre que guste de echar la vista atrás, pero en los últimos años no he podido evitar pensar que me equivoqué al no haberme ido de España al acabar mis estudios. No lo hice porque terminé en 1979 y en aquel momento parecía que este país tenía futuro.
Nos habíamos desprendido de la losa del franquismo y todo indicaba que íbamos camino de convertirnos en un país europeo normal; pero como casi siempre en la Historia de España, los grandes momentos han sido más decorado que realidad. Viví la muerte de Franco, las elecciones generales de junio de 1977, la ilusión por construir un país libre y democrático y, a la vuelta del verano, los Pactos de la Moncloa de octubre de 1977. Por eso sé perfectamente lo que fueron: las bases en lo político, y también en lo económico y social, que dieron lugar al consenso en que se cimentó la Transición y la propia Constitución del 78.
Los Pactos de la Moncloa se hicieron porque una vez terminado el “milagro español” (1960/1975), quince años asombrosos en los que España triplicó su PIB y se creó la sociedad de clases medias en la que se asienta la Democracia, la primera crisis del petróleo había dañado severamente la economía, e inducido una inflación galopante de más del 26% y todo ello en un contexto de cambio político en el que se ventilaba la diatriba entre reforma y ruptura. Se trataba de apuntalar la reforma que (así es la vida) al final ha sido ruptura, gracias al guerracivilismo de ZP, corregido y aumentado por Pedro Sánchez. Sin la lealtad de la oposición política y sindical, el reformismo de la Transición hubiera sido imposible. Fuentes Quintana (un sabio) no podía estabilizar la economía sin el concurso de la izquierda. El PCE de Carrillo se implicó y consiguió embridar a CC.OO. El PSOE lo hizo con menos intensidad, lo que se manifestó en la desafección de UGT, aunque al final firmó, y hasta el búnker de la AP de Fraga Iribarne, signó el pacto económico (no el político). Aquello permitió una Transición ordenada, aunque ya se perfilaba la maldición de la ineptocracia endémica de España. Fuentes Quintana duró 8 meses y le sustituyó Abril Martorell, amiguete de Suárez, que le planteó fríamente: “¿Tú qué quieres, arreglar la economía o ganar las elecciones?”.
Nada que ver con la situación actual. De entrada porque gobierna la izquierda y sus sindicatos de clase y, que se sepa, no se busca ninguna reforma sustancial de la economía, salvo que sea a mucho peor, como pretende Iglesias y hasta Borrell, que ha vuelto por sus fueros de auténtico maníaco del intervencionismo, con sus propuestas de salida de la crisis acentuando aún más y de modo permanente el peso del Estado en la economía. Todo ello debiera ser rechazado de plano por PP y Cs, supuesta derecha de la que poco más queda que el decorado.
Lo mismo cabe decir del Plan Marshall, que fue parte de un proceso muy complejo de afianzamiento del liderazgo USA de Occidente, que sería demasiado largo de explicar. Poco sabe nuestra clase política sobre ello. Sólo les suena la crítica parodia costumbrista de “Bienvenido Mister Marshall”, que responde a la hispánica aspiración de participar de un ventilador de dinero gratis, al modo de la genial obra de Berlanga, magníficamente interpretada por Pepe Isbert. Se trata, como en la primera crisis del Euro (2012/2015) de que nos den dinero sin cumplir objetivos de rigor presupuestario, de que nuestra deuda del 95% del PIB suba en un año al 120% ¿Quién pagará el despropósito? ¡Ah amigo! El que venga que arree. Acaso la misma derecha de opereta cuyo apoyo busca Sánchez. Y no harán grandes cosas. Al igual que Rajoy lo justo para ir tirando y no acabar como Grecia. Otra vez les llamarán austericidas, volverá a ganar el PSOE, de nuevo nos endeudaremos hasta las cejas y arrastraremos nuestra miseria por los suelos del patio de Europa, hasta el fin de los tiempos.
Emilio Suñé Llinás es Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid.
Fuente : madripress.com
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