REDACCION | Viernes 07 de agosto de 2020
Dicen que la paleta de un pintor es el alma de sus cuadros. Los óleos resbalan por la madera satinada y el pincel, junto al aceite de linaza, mezcla y mima los colores para que luego se deslicen con suavidad por la rugosidad del lienzo. Como cuando suavizamos nuestras vidas. El privilegio del artista, lo que más seduce es interpretar lo que ve para intentar transmitir lo que siente cuando lo ve. Reconozco que esa libertad interpretativa, sacudida de cánones, medidas, líneas de horizonte y puntos de fuga, es algo así como la inspiración.
Con mi paleta, los pinceles y mis óleos, llego a Sigüenza como el viajero que arriba por primera vez. Y vuelvo a pararme, perplejo, estático, y claudico con los ocres, los azules cerúleos de sus cielos rotos por los grises plomizos de tormentas cargadas de cobalto. Las fachadas señoriales están teñidas de un carmín rosado y el verde pardo del pinar se entreteje en la ladera con los viejos amarillos napolitanos de cebadas trasnochadas. Y tantas tejas de vino viejo, con habitantes de musgo que las resucitan del horno en las que se fabricaron. Y la piedra. Tierra sombra natural, de siena tostada, mimosa y desgastada. Tierra/piedra hecha fortis por generaciones anónimas y prohombres entregados. Omnes fortes fuerunt.
Con el invierno llega el blanco, lágrimas que se hielan antes de caer, donde amanece el valle bajo un cristal de alazor que cruje cuando pisamos nuestros miedos y nuestras esperanzas. Al fondo se atisban los primeros verdes cartuja que pronto se volverán enebro. El rojo cadmio de las amapolas anuncia el nuevo ciclo. Y este pintor mirando, a su paleta encadenado.
Emilio Fernández-Galiano
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