Viernes 07 de agosto de 2020
Una niebla densa envuelve repentinamente su paseo vespertino. Las gotas de lluvia se burlan de la gravedad y acarician su cara sin posarse, bailando con su respiración y con el aire de invierno.
El bosque guarda un silencio sepulcral más propio de la noche cerrada que del comienzo del atardecer. Un escalofrío recorre su cuerpo que presagia lo irremediable.
Apresura sus pasos y se abraza a la capa encarnada incapaz de protegerla contra el frío estremecedor que produce el miedo.
Un crujido de hojas secas rompe el mutismo absoluto de la soledad anunciando su llegada.
Su sombra es alargada y oscurece aún más la tarde porque arrastra la desolación y la miseria que va dejando al caminar, como un manto negro que atrapa cualquier bondad.
Por dónde pisa no crece la hierba y los prados se secan incluso en primavera cuando las lluvias generosas regalaban vida por doquier.
Las leyendas se agolpan en su mente mientras corre desorientada huyendo del destino que, ya escrito, la acecha.
Tropieza, pero cuando va a caer algo la sujeta por la cintura.
Un olor hediondo la invade. Un olor a naturaleza salvaje y putrefacta.
Su aliento ocupa el aire de la noche, corrompiéndolo, contaminándolo. Contiene una náusea apretando los labios con fuerza.
Lo mira de frente buscando piedad, pero solamente encuentra ira y un deseo implacable y voraz. Intenta gritar pidiendo auxilio, pero su boca está paralizada por el pánico.
No lucha ni suplica cuando ve asomar los colmillos afilados de la perversión sin disfraz. Pierde el conocimiento cuando los clava en su cuello y succiona para alimentarse con su sangre joven y fresca.
Muere en sus garras, devorada, mientras el sol en su retirada pinta de rojo y violeta el cielo.
Necrófilo y carroñero la posee ferozmente estando ya sin vida.
En el último embiste fija sus ojos vacíos en él, osando mirar de frente a la maldad con la ausencia de temor y la falta de pudor propias de la irretornable muerte.
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