Miércoles 02 de septiembre de 2020
Al hombre de hoy, sometido a constantes cambios en todos los ámbitos de la existencia, le faltan puntos de referencia y respuestas convincentes para afrontar el presente y para proyectar el futuro con esperanza y confianza. Las propuestas de felicidad que le ofrece el mundo y la cultura actual pueden satisfacerle momentáneamente, pero con el paso del tiempo vuelven a dejarle vacío e insatisfecho.
Ante esta desorientación y ante la falta de argumentos consistentes para responder a las preguntas fundamentales de la existencia humana, los cristianos tenemos que sentirnos urgidos a seguir presentando con humildad y valentía a Jesucristo como plenitud de sentido para todo ser humano. La propia experiencia creyente nos permite constatar que Él es el único que puede dar respuestas convincentes y definitivas a los profundos anhelos y esperanzas del corazón humano.
Ahora bien, para proponer esta Buena Noticia a los demás, especialmente a quienes se han alejado de la fe, hemos de hacerlo con la profunda alegría de sabernos amados por Dios y con la convicción de que el anuncio del Evangelio es el mejor servicio que podemos prestar a la sociedad. Mantener viva esta convicción nos exige permanecer en Cristo y con Él para experimentar su poder liberador en la oración, la meditación de sus enseñanzas y la participación consciente y activa en las celebraciones litúrgicas.
En la relación íntima con el Señor, descubrimos que, si queremos evangelizar y vivir el encargo misionero, la conversión a Él y la conversión pastoral deben ocupar el primer plano en la actividad evangelizadora. Con humildad hemos de asumir que, además de evangelizadores, somos también discípulos y, por tanto, hemos de permanecer en todo momento a la escucha de las enseñanzas del Maestro. La Iglesia, en cuánto evangelizadora, debe comenzar por dejarse evangelizar, pues a Dios le corresponde siempre la iniciativa en la programación pastoral y en el desarrollo de la evangelización.
En el pasado, algunos bautizados pensaron equivocadamente que solo eran misioneros aquellos hermanos que, dejando su familia y amigos, partían para pueblos lejanos con el firme propósito de entregar la vida y el Evangelio a quienes nunca habían oído hablar de él. Hoy, sin embargo, los cristianos sabemos que, en virtud del bautismo, todos somos convocados por el Señor para ser discípulos misioneros en la vida familiar, en el trabajo, en el estudio y en las relaciones sociales. Ser discípulo misionero es una consecuencia de estar bautizados, es parte esencial del ser cristiano.
A la luz de estas enseñanzas, los cristianos tendríamos que preguntarnos: ¿Nuestra fe nos impulsa a dar testimonio de Jesucristo resucitado con palabras y obras en cada instante de la vida o, por el contrario, nos puede el miedo, el cansancio, el respeto humano o la falta de formación? Para responder a esta pregunta, no olvidemos que todos los hombres, aunque no lo digan, tienen necesidad de Dios para encontrar plenitud de sentido a sus vidas y para mantener viva la esperanza en el más allá de la muerte.
Con mi cordial saludo y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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