Miércoles 11 de noviembre de 2020
Caminas despacio, casi deambulas por un sendero que deja atrás la estrepitosa multitud, el ensordecedor bullicio.
Te acompañan tus pensamientos y la niebla que poco a poco se cierne sobre ti y oscurece tu paso.
No te importa.
Agradeces el llegar de la noche, sigilosa, lenta, silenciosa.
Solo puedes oír tu pisada cuando rompe una rama seca y sin vida, o resquebraja una hoja abandonada por el viento en su huida hacia otros lares. Ahora está quedo, impasible ante tu pelo enloquecido y alborotado, haciendo también oídos sordos a tus pensamientos orates.
Al fondo, en el límite de lo que alcanza tu vista, se perfila el bosque prohibido, ahora pintado de dorados y ocres, ahora vestido de otoño pasajero.
Te acercas y el silencio es cada vez más absoluto hasta que la senda llega a su fin.
Te abres camino entre los árboles que te arañan la piel defendiendo su impenetrabilidad.
Corres hacia él, que te espera mojado de niebla y empapado de ganas.
Su pelo largo esconde sus hombros recios.
Sus brazos fuertes se extienden para recibirte.
Sus labios se abren para devorarte sin piedad.
Sientes su cuerpo con la dureza de cualquier árbol que resiste imperturbable el pasar de las estaciones.
No os importa el otoño, cuando os desnudáis como se desnudan las indefensas ramas del bosque, cuando os abrazáis como el viento abraza al aire que se queda quieto, cuando os besáis, como la oscuridad besa con mimo a la noche haciéndola más densa, cuando os amáis lentamente, sin prisa, como solamente podéis amaros vosotros en el sosiego acunado del ocaso.
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