Miércoles 25 de noviembre de 2020
El mar la espera con impaciencia desde la orilla mientras corre hacia él, desnuda.
Se mueve inquieto, con un vaivén incesante, con un acunarse imparable que, aunque cadencioso, se revuelve en segundos, por el ansia. Entonces escupe espumarajos blancos sobre la arena.
Ella ríe burlándose de su ansiedad y de su propia locura.
Su carcajada retumba en el silencio del crepúsculo dorado de ese verano a punto de acabar.
Atenta, desde la proa desvencijada de una barca encallada, la gaviota observa su trotar etéreo, casi inhumano.
Quizás pueda también volar.
Hace coros a su risa con un graznido que se pierde en la bruma del anochecer.
No siente las pequeñas heridas que marcan en sus pies las aristas de las conchas desechadas por el mar lleno de hartazgo debido a la espera.
No oye las voces que la llaman persiguiendo su preciosa locura, deseando contagiarse porque quizás es contagiosa.
No presta atención.
Solo existen el infinito y ella.
Ella y el mar que la guía hasta él.
Verónica alcanza la orilla, hunde sus pies en el agua, aplastando el cieno que se ha formado al juntarse con la arena de forma irremediable. Algas fosforescentes se enredan en sus tobillos, adornando lo que de por sí ya es bello.
Las olas acarician su piel traslúcida. Están frías, pero presiente su tibieza, como el abrazo de un amante que envuelve sin un te quiero.
El mar cubre su cuerpo, fundiéndose los dos, rindiéndose ambos.
La gaviota emprende el vuelo a deshora, sin destino.
Atrás quedan las risas, las voces, el anochecer.
Atrás queda todo.
Verónica y el mar caminan hacia la luz rosada y dulce del alba.
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