Lunes 07 de diciembre de 2020
La pandemia provocada por la propagación del coronavirus en todo el mundo y las muertes inesperadas de tantas personas conocidas y queridas en tan corto espacio de tiempo, nos hacen ver que somos frágiles, vulnerables y finitos. La impotencia para hacer frente a tanto dolor y sufrimiento nos recuerda que todos vamos en el mismo barco y que nos necesitamos unos a otros.
El ser humano, limitado, frágil, desorientado y temeroso, tiene un valor tan grande a los ojos de Dios que, llevado por su infinita misericordia, ha querido hacerse uno de nosotros en todo menos en el pecado, mediante la encarnación de Jesucristo, para compartir nuestra condición humana. De este modo, una vez resucitado de entre los muertos, puede seguir compadeciéndose de nosotros, sosteniéndonos en la debilidad y ofreciéndonos su salvación mediante la entrega de su vida en los sacramentos.
En medio de los sufrimientos y cansancios de la vida, podemos experimentar siempre la presencia sanadora de Aquel que vino al mundo y que sigue viniendo cada día a nuestros corazones para compartir nuestras debilidades y padecimientos. Esta solidaridad de Dios con cada ser humano nos permite descubrir que la capacidad de sufrir por amor a la verdad y a los hermanos es siempre un criterio de humanidad.
Pero, el sufrimiento con los otros y por los otros depende de la grandeza de la esperanza que llevamos en lo más profundo del corazón. Por eso, el papa Francisco nos invita a renovar la esperanza, pues una sociedad que no es capaz de aceptar a los que sufren y de contribuir a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado, mediante la compasión, es una sociedad cruel e inhumana. La aceptación del que sufre lleva consigo asumir sus sufrimientos de tal modo que estos lleguen a ser también míos.
Ahora bien, la sociedad no es un ente anónimo, sino que está formada por personas concretas, por cada uno de nosotros. Por eso, tendríamos que preguntarnos si nos acercamos a los que sufren y compartimos sus sufrimientos o, por el contrario, permanecemos anclados en el individualismo y el bienestar personal. Si no estamos dispuestos a asumir los sufrimientos de los hermanos, deberíamos preguntarnos si nuestros sufrimientos personales tienen un sentido, si son un camino de purificación y de maduración en nuestra vivencia de la fe, si nos ayudan a crecer en la esperanza.
Ante los comportamientos soberbios e insolidarios de quienes, considerándose poderosos y casi dioses, prescinden del Dios verdadero, le cierran la puerta del corazón y pretenden ocupar el lugar que solo a Él le pertenece, siempre tenemos motivos para darle gracias por el testimonio solidario y compasivo de tantos hermanos e instituciones que escuchan cada día los sufrimientos de sus semejantes, se ponen a su servicio y sufren con ellos.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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