Miércoles 16 de diciembre de 2020
Es la primera noche de un invierno largo y nieva copiosamente.
Baila descalza sobre la alfombra de seda negra que cubre el suelo de la sala, suave, impoluta, ajena a la gelidez que impera en la soledad de la calle.
Baila al mismo compás que los copos de nieve que apenas caen al suelo desde un cielo cubierto de nubes blanquísimas, impertérritas ante la densa oscuridad de las últimas horas del día, retando a la gravedad, levitando por los suspiros cansados del viento.
Quizás contagiadas por su baile, se avivan las llamas de la chimenea y se dibujan en el cristal abrazando a la nieve aunque no sean capaces de traspasar la ventana para amarla.
Tampoco la nieve se funde con su ardor y sigue cayendo elegantemente sobre el suelo, ocultando las huellas de cualquier maldad pasada, las lágrimas derramadas por cualquier pena, la sangre vertida en alguna que otra guerra.
Cae indiferente al fuego del amor apasionado de la hoguera, aparentemente invencible.
En el azul turquesa de sus ojos se intuye el cielo escondido detrás de esa noche que anticipa un invierno largo y arduo.
En su melena negra y larguísima se escribe la historia del infierno vivido en todas las vidas de su alma de hechicera.
Se tumba encima de la moqueta y la acaricia con la seda de su piel.
Se confunden la alfombra y su pelo, su cuerpo se asemeja a la nieve blanca y fría en una armonía casi perfecta.
Se ama sola.
En el camino inacabable de la eternidad nadie la ha correspondido. Solamente su enemigo ardiente es capaz de acariciarla sin tocarla, de calentarla sin besarla, de sujetarla sin necesitar cadenas.
Unidos por un destino cruel, se aman, siempre.
Se ríe de la incapacidad que tiene la hoguera de derretir su piel esta vez, y su risa vengativa y rencorosa hace eco a través del tiempo.
Apenas ha amanecido cuando cierra los ojos para dormir el día, que jamás ha despertado su interés por evidente, que la aburre por su insoportable claridad.
Apenas ha empezado la mañana y la nieve reposa virgen e incorrupta, durmiendo también, acostada sobre el colchón de las calles desiertas de ese pueblo remoto y olvidado, escondido tras un bosque de fantasías.
Las llamas se han convertido en brasas a punto de extinguirse, en rescoldos indolentes que no recuerdan el baile fogoso, el romance intenso y fugaz, los besos ni las caricias.
Al apagarse se olvidan de todo, como si nunca hubiese existido ese amor loco que sucedió en la primera noche de un largo y arduo invierno.
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