OPINIÓN

Los versos sueltos de Natalia : Insaciable rencor, vacía su pena

Miércoles 20 de enero de 2021
La nieve sigue cayendo del cielo de forma copiosa pero lenta, baila alrededor de ella mientras camina con mucho vagar ocultándose dentro de la noche que difumina su figura menuda.

El suave viento de enero aleja el rastro del perfume que desprende a sándalo y se pierde escondido en el olor a frío y a oscuridad.

Impera un silencio casi absoluto, solo se puede oír el crujir de sus botas abriéndose paso por la nieve que se interpone pasivamente en su caminar.

El gorro negro de lana que le cubre la cabeza se vuelve a pintar de blanco; esta vez son caricias sutiles del cielo, apenas perceptibles porque son tan finas que al posarse se transforman de inmediato en agua que es capaz de atravesar la lana y empapar los rizos rojos de su pelo.

Sus piernas se hunden en la nieve por encima de sus tobillos y agradece la gelidez que se cuela por el hueco que dejan las botas y las entumece porque ese frío aviva sus sentimientos adormecidos por el cansancio y por el miedo que tiene a que se desate el rencor.

El aire sutil es incapaz de alejar los demonios que la acechan envolviéndola mientras camina, susurrando tentaciones y pecados.

Despojada de los adornos nupciales que le regaló la nieve imprevista y pasajera, entra en el bar que está escondido tras una esquina, y que ya sea invierno o verano jamás altera su imagen de lugar dejado de la mano de Dios , alumbrado por una luz parpadeante que hace tiempo solo ilumina tres de las
letras que anuncian su nombre.

A veces se apaga esa débil luz durante unos segundos, esa noche tarda más en revivir tras su agonía, por culpa seguramente de la tormenta de nieve, a la que todo el mundo califica de inexplicable (a pesar de que es invierno), dotándola de cualidades sobrenaturales y apocalípticas.

Las mesillas de noche de los casas se llenan de estampitas manchadas de saliva y oraciones. Los rosarios resignados a su destino cuelgan de los cabeceros de las camas cansados de escuchar plegarias.

Ella no reza. Bebe a su salud.

Burbujas alegres por inconscientes se escapan de la bebida y le hacen cosquillas dentro de la nariz antes de invadir su boca. Tiene que pestañear con fuerza porque sus ojos se llenan de lágrimas negras por el picor que le producen en el paladar y en la lengua. La raspa enérgicamente contra el filo de los
dientes, arañándola placenteramente.

El maquillaje permanece inalterado, aún así. La línea que recorre su párpado superior sigue perfecta, el tinte negro que espesa sus pestañas continúa resaltando sus ojos verdes, aunque ahora tienen un reflejo gris mimetizándose con el color de esa noche que ha mezclado su oscuridad con el blanco de la nieve.

Pero en el borde de la copa alargada se queda marcado el rojo estridente de sus labios dibujando un beso que ha regalado sin intención alguna.

La aceituna desentona, adulterando el sabor del alcohol y frenando los saltos que dan las burbujas dentro de su boca.

Acerca una servilleta a la cara y escupe los restos de la oliva con la elegancia propia de un ósculo que apenas roza la mejilla que pretende besar.

Como un desierto frugal, rodeado de oasis repletos de copiosidad, está ella, pequeña en medio de la gente, muda en el bullicio, sorda a las risas banales y a las voces insustanciales.

Añora el humo de un pitillo que la esconda del mundo tras su nebulosa y maldice las prohibiciones, las normas absurdas, mientras elabora un discurso antisistema a favor de vivir como le de la gana, rogando al cielo que el momento de su muerte sea solo consecuencia de sus excesos y no por aburrimiento.

Se acaricia el pie escondido en la bota, que cruzado encima de la pierna se ha entumecido.

Poco acostumbrada a las caricias, cierra los ojos y sonríe. El rojo de su pelo se enciende. Sus ondas se embravecen como un océano en medio de la tempestad.

El móvil vibra dentro del bolsillo, silencioso pero rabioso como un perro que gruñe sin ladrar y en cualquier momento puede atacar.

Lo ignora, como ignora todo lo demás.

Apura el champán mientras observa la nieve a través de la ventana, arropada por las burbujas y por el sonido tranquilizador del cristal de las copas cuando se juntan queriendo o sin querer, por el estruendo repentino del molinillo de café cuando se pone en marcha, por el silencio del camarero que le sirve otra copa cando la ve apurada sin mirarla a los ojos, sin pronunciar palabra.

La nieve torcida por el viento que de pronto ha enfurecido, golpea con un rumbo equivocado la ventana que se llena de lo que parecen cataratas de lágrimas blancas. Después de la tercera copa, asoma la luna, blanca también y se pregunta la razón de su anodina existencia.

Acaricia la pistola que esconde en el bolsillo del abrigo.

Se lleva la copa a la boca para que las burbujas simulen la inexistente pena y le hagan derramar lágrimas negras vacías de pena.

Observa fríamente como camina hacia ella.

Lo mata mientras besa con burbujas divertidas su boca.

Mientras su lengua mojada atrapa su último aliento.

Lo mata de un único disparo en el pecho que de nada servía por estar hueco de amor.

Se pintan de rojo sus labios, contagiados de carmín por la intimidad del beso.

Se pinta de rojo su corazón de piedra y la camisa de blanco impoluto que lo ocultaba.

Se pinta de rojo el suelo por el que deambula su sangre despiadada, mientras ella se marcha despacio, sin prisa, sin pena ninguna, insaciable en el rencor que no se manifiesta en su cara pálida, impertérrita.

Tras ella continúan las voces y las risas.

El nombre del bar sigue renqueando como si nada hubiera pasado, mientras se adentra en la noche blanca iluminada por la nieve y por las farolas que desfilan marcialmente recorriendo las calles de la ciudad.

El ya no está pero nada ha cambiado, todo lo demás permanece.

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