Miércoles 27 de enero de 2021
Llueve sobre la mar, juntándose el agua con el agua en infinidad de besos fugaces, de caricias pasajeras, de mordiscos que salpican sal y amor.
No se distingue el océano del cielo borrascoso y encapotado.
El horizonte ha sido devorado por ambos y ni siquiera guiñando los ojos se alcanza a ver el confín del mundo.
Las olas rebosantes y pletóricas logran rozar las nubes henchidas de plañidos, rayos y truenos.
Una pareja de paíños las sobrevuela con un aleteo más propio de las mariposas que de aves que surcan el firmamento contra viento y marea, aprovechando que las gaviotas han salido huyendo de la tempestad y se han escondido entre islotes de coral, agazapándose cobardemente ante las inclemencias.
Los paíños juegan con el viento esforzándose muy poco en volar, dejándose llevar por la fuerza de la naturaleza, sin miedo alguno, porque tienen sellado con ella un pacto de lealtad sin necesidad de rúbrica.
El blanco pintado en sus colas alumbra ese gris ocaso y ella lo aprovecha como faro para guiarse hacia la desdibujada orilla que las olas chupan con ferocidad sin que se resista a semejante e incesante ardor.
La arena se apelmaza bajo sus pies desnudos, mojándolos con su humedad, manchándolos con su cieno.
Un símbolo de infinito tatuado en su tobillo izquierdo desafía a la finitud, a lo efímero de la existencia, haciendo un guiño juguetón a la temporalidad.
Fósiles marinos arañan la piel delicada de su pisada, los guijarros abandonados por las mareas la rompen.
Un rastro escarlata se queda en la arena asemejándola al albero de un ruedo cubierto de sangre de matador y de astado a partes iguales, desperdiciada siempre.
Él la espera entre las olas, mecido por ellas en un sube y baja rítmico y sugerente.
Durante segundos cubren por completo su pelo del mismo color ceniciento de la tempestad.
Vuelve a emerger entre las aguas como un poseidón victorioso.
La melena roza sus hombros morenos y recios. La barba oculta su poderoso cuello.
Sus brazos invencibles se extienden para acogerla y cubrir su desnudez desprotegida ante el frío de la mar enloquecida.
Bucea hacia él, sin temor a las corrientes que envidiosas pretenden retenerla.
Su boca se parte en dos abriéndose para atrapar sus labios que saben a dos aguas, dulce y salada.
Sus lenguas mudas se enredan como moluscos que quieren aliviar una condena de eterna soledad.
Las salivas se mezclan intercambiándo sus alientos que han dejado de respirar, ahogados por el furor.
Sus oídos están sordos a cualquier sonido, solo oyen sus propios gemidos y el ronroneo de los paíños.
Se encela el océano, poco acostumbrado a compartir, y azota con más virulencia a la inocente orilla, al pasivo acantilado, al islote de coral abarrotado de gaviotas trémulas.
Botellas de vidrio verdusco portadoras de mensajes anónimos dejan de navegar sin rumbo y asustadas ante su ira se esconden bajo un huerto de algas.
Mientras los arrastra hacia su profundidad, encajan sus cuerpos a la perfección entrando uno en el otro, como se diluyen las aguas cuando llueve sobre la mar en esa infinidad de besos fugaces; como maridan las olas enfurecidas con las nubes de un cielo atormentado, quizás pretendiendo consolarlo; como se concatenan dos vidas, por momentos, apenas unos instantes, en una comunión perfecta de amor caduco y fugaz.
Como se fundiría ella con él cuando lo encuentre fuera de un cuento, muy lejos de la quimera inalcanzable de un sueño.
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