OPINIÓN

Los versos sueltos de Natalia : Donde no suenan las olas ni se rompe el corazón

Miércoles 19 de mayo de 2021
La arena parece inofensiva cuando hunde sus pies descalzos en ella. Pero no lo es tanto, debajo se esconden colillas a medio apagar o a medio encender, según se mire, cristales rotos de botellines apurados sin prisa, escupitajos que ya no burbujean, restos de saliva de besos estivales e intrascendentes.

Todo un infierno bajo la blancura virginal que pisan sus pies.

Por encima, el cielo también engaña y no parece lo que es, cubierto de nubes y ennegrecido por la noche que ha comenzado hace apenas unos minutos.

La brisa se ha convertido en cuestión de un instante en viento, en un viento voraz que no respeta lo lacio de su melena, el tarareo inconsciente que emiten sus labios mientras camina, ni lo indefenso de su piel pecosa y fina.

A su falda no le importa que ese mismo viento la haga volar, aunque siga aferrada a su minúscula cintura, asemejándola a unas alas de gaviota extendidas sobre el mar, porque de esa forma roza una libertad para la que no ha nacido.

Llegan las olas a la orilla sin sonar, no emiten ruido ni queja alguna, como si estuvieran acostumbradas a guardar silencio a pesar de tener tanto que contar, vilipendiadas por la implacable tempestad que está sucediendo y ha sucedido tantas veces mar adentro.

Solo puede oír el sonido de su corazón, que nada tiene que ver con el bailar silencioso de las olas que se dejan llevar por el capricho del mar, sin pedir explicaciones.

Hunde la extremada delgadez de sus piernas en él y le sorprende su tibieza porque esperaba toparse con una humedad fría y cortante.

Las olas no la fustigan, la acarician sin saber, o quizás sabiendo, que es ella, Jimena, la que pertenece al mar.

Cuantas veces ha caminado hasta la orilla sin importarle la sangre que le provocaban las conchas abandonadas, cuantas ha observado la bravura del océano desde la ventana de su habitación que da al acantilado ya resabiado y curtido por tantas heridas sin curar, cuantas se ha hundido en él y más tarde,
ya entrada la noche, ha regresado empapada hasta los huesos, tiritando de frío para tumbarse en la blanda arena que lame de forma incesante la marea cambiante y veleidosa.

El viento cuando mueve el mar lo hace susurrando al oído, no suena como suena cuando se cuela entre los árboles del bosque que se divisa a escasos metros de la playa, a su espalda. Allí parece que se ensaña más, o ellos se defienden con más ímpetu porque el mar tiene el recurso infalible de
esconderse y de alejarse nada más tocar la orilla bajo metros y metros de agua infranqueable para la tormenta.

Ella lo sabe, y pertenece a ambos, al mar y al viento, al olvido y al recuerdo, al presente y al pasado.

Esta vez no sucumbe a ninguno, solo le importa el futuro porque él la espera pacientemente en la orilla tumbado en la arena mojada, desnudo y duro, tiznado de sol. Sus ojos de color verde esperanza la miran fulgurantes, sus brazos abiertos sujetan una toalla seca y limpia de rastros de pasado en la que
solo cabe un cuento que empieza con érase una vez y tiene un final feliz, cuento que ya han empezado a escribir los dos juntos.

Se deja arropar por su toalla, se deja cobijar por sus brazos abiertos, y sus risas de felicidad ocupan la noche, el mar, el bosque, la arena y el cielo.

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