Miércoles 14 de septiembre de 2022
Los cristianos, por la inserción en la vida trinitaria en el sacramento del bautismo, somos constituidos hijos de Dios, miembros vivos de la Iglesia y recibimos el mandato de anunciar a Jesucristo con obras y palabras hasta los confines de la tierra. Ahora bien, este anuncio misionero resulta totalmente imposible sin conocerle. Del conocimiento de los sentimientos y de los comportamientos del Maestro, brota el deseo de anunciarlo y de ofrecer a otros la fe en su persona y en su victoria sobre el poder del pecado y de la muerte. La oración, la meditación de la Sagrada Escritura y la formación cristiana nos proporcionan este conocimiento de los contenidos de la fe.
En el pasado, algunos hemos vivido con la convicción de que una persona era creyente y, por tanto, podía ser evangelizador, por que manifestaba algunos conocimientos de Dios y de su Iglesia, aunque luego en la convivencia familiar, laboral y social no se comportarse de acuerdo con las exigencias de la fe. Esta disociación entre la fe y la vida no se ha superado con el paso del tiempo y sigue afectando hoy a muchos bautizados.
En nuestros días no se puede afirmar que una persona sea creyente por el simple hecho de tener algunos conocimientos sobre la religión o por participar en alguna celebración litúrgica de forma esporádica. En todos los momentos de la historia es posible encontrar ateos y agnósticos con conocimientos religiosos, pero alejados de Dios y de su Iglesia.
Ante la constatación de esta realidad, todos deberíamos preguntarnos por la madurez de nuestra fe en Jesucristo y por la influencia de nuestras convicciones religiosas en los comportamientos diarios. No podemos engañarnos a nosotros mismos por el simple hecho de creer en Jesucristo y en sus enseñanzas. Si la fe no nos permite poner a Jesucristo como centro de la existencia y como meta de la peregrinación por el mundo, no es una fe madura y, por tanto, nos incapacita para anunciar a Jesucristo a los demás.
Al constatar el miedo y el respeto humano de muchos cristianos a la hora de mostrar su fe en la familia, en las actividades laborales y en la convivencia social, el sacerdote español José Luis Martín Descalzo se preguntaba si los españoles éramos verdaderamente creyentes o, por el contrario, nos dejábamos llevar por la rutina de unas prácticas religiosas sin repercusión en la forma de pensar, de vivir o de actuar.
La respuesta de José Luis nos deja un interrogante que, sin duda, podría ayudarnos a revisar la adultez de nuestra fe. Decía él: “Se puede creer o no creer, pero no se puede creer dormidos. Me gustaría que ustedes, amigos míos, se aprendan esta frase. Porque probablemente el gran drama de la fe en nuestro siglo no son los que la han perdido, sino todos aquellos, que dicen que tienen fe, pero no saben en realidad qué es lo que tienen, y viven, de hecho, como si no la tuvieran”.
Con mi cordial saludo y bendición, feliz día del Señor.
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