REDACCION | Lunes 26 de septiembre de 2022
“Dad a conocer la Ciudad”, pediría nuestro padre; “… a los niños”, apostillaría nuestra madre. Este mandato pedagógico se convirtió en el proyecto cultural de la Fundación Martínez Gómez-Gordo, el de sembrar las semillas del amor por Sigüenza en los niños y niñas, y en particular lo hicimos en aquellos que asistieron a nuestras Jornadas Infantiles durante siete veranos.
Sabíamos por nuestra formación docente que los niños y adolescentes aprenden por inmersión en la experiencia. Necesitan ver, oler, tocar, para que el aprendizaje impregne todo el cuerpo; necesitan la teatralidad y el juego para empaparse de historia sin apenas notarlo. Así nuestras jornadas se volvieron una aventura física y palpable de nuestro patrimonio.
Entraron y salieron de intramuros a extramuros, vieron correr los canalillos de riego de las huertas, midieron con sus brazos extendidos la anchura de las calles, se sentaron como canónigos para escuchar el órgano de la Catedral. Pisaron virutas de madera en el taller del maestro violero, barro en los alfares de Pozancos, amasaron pan en la tahona de Atienza. Personificaron incluso las murallas que se derrumban para ampliar la Plaza Mayor, haciendo muro con sus cuerpos y dejándose caer al unísono.
La mente del niño recrea, imagina, experimenta. Sigue el embrujo de la narración bien relatada, que no descuida la complejidad del vocabulario ni el rigor del dato, y esa impresión queda grabada en la memoria para siempre, creando un bagaje cultural en el que apoyar nuevas fechas y nuevos nombres. Porque, ¡qué difícil es atrapar la atención de los jóvenes, tan menguada por la influencia de las pantallas acaparadoras!
En el verano de 2016 salió publicado mi libro El misterio de la llave de oro, basado en los personajes que habían dado línea argumental a las Jornadas Infantiles que dedicamos a los artesanos de Sigüenza. Allí queda reflejado el espíritu de esta propuesta de divulgación y valoración de nuestro patrimonio. La ficción nos sumerge en la historia durante unos días del otoño de 1487 y, si nos dejamos llevar por la lectura y la belleza de las ilustraciones, podremos experimentar la empatía y la tolerancia hacia las culturas y cultos de aquella Sigüenza que se asomaba al Renacimiento. Todo a través de la mirada de un adolescente que descubre el misterio de la eternidad.
Miriam Martínez Taboada
Profesora
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