Miércoles 10 de mayo de 2023
Con la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, la muerte ha sido vencida. Así nos lo recuerda la liturgia pascual cuando pone en boca de Jesús aquellas palabras tomadas del salmo 138 y dirigidas a su Padre, después de pasar de la oscuridad de la muerte al mundo de los vivientes: “He resucitado y siempre estoy contigo”.
La mano del Padre y su amor infinito han sostenido a Jesús también en la oscuridad de la pasión y de la muerte. Por eso ha podido resucitar de entre los muertos, salir victorioso de la prueba y levantarse para siempre. Victorioso de la muerte, Jesucristo hoy nos dirige a nosotros, cansados por las dificultades del camino, las mismas palabras, que elevó en su día al Padre celestial: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”.
Esto quiere decir que el Señor está dispuesto a sostenernos y a cuidar de nosotros durante la peregrinación por este mundo, también en el instante de la muerte. Por eso, en aquellos momentos en que experimentemos la soledad y nos aceche la tentación de pensar que nadie puede hacer nada por nosotros, el
Señor nos dirá que allí está Él para transformar las tinieblas y las oscuridades de nuestro corazón en luz.
Estas palabras nos permiten entender lo que nos ha sucedido a nosotros el día del bautismo. El Señor, además de purificarnos e introducirnos en la vida de los hijos de Dios por la acción del Espíritu Santo, nos consagra para Él. Nos toma de la mano para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él y con Él. De este modo, desde la comunión de vida y de amor con Cristo, podemos vivir también para los demás.
Por la recepción del bautismo estamos con Cristo y participamos de la misma vida de Dios. Por eso, la muerte del bautizado al pecado no tiene fin. San Pablo, que había experimentado en su vida esta verdad, dirá: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor. Si morimos, morimos para el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor” (Rom 14, 7-8).
Los cristianos, aunque en ocasiones no seamos conscientes de ello, tendríamos que permanecer siempre en la convicción de que nuestra vida no nos pertenece, sino que le pertenece al Señor. Esto quiere decir que no deberíamos sentirnos solos en ningún momento de la vida y menos aún en el instante de la muerte. Cristo, que es el camino, la verdad y la vida, nos acompaña siempre, en los momentos de luz y de oscuridad, para librarnos del miedo y llevarnos de la mano en cada instante de la existencia. No dejemos de buscarle en la oración y en la escucha de su Palabra para experimentar su cercanía y vivir de la claridad de su luz.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez Martínez, Obispo de Sigüenza-Guadalajara
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