Tal como éramos : Angela González López
“Me hubiera gustado ser maestra, y hubiera valido, pero no pudo ser”
Angela, o Angelita, “me da igual”, dice, nació el día 25 de junio de 1924, en La Puerta. Los próximos que cumpla serán los 89 años.
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REDACCION
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redaccionguadanewses/9/9/19
miércoles 22 de octubre de 2014, 11:14h
Además de sembrar el cereal, poner el huerto y cuidar del ganado a pequeña escala, Jesús era carbonero. Compraban montes de encina para convertirlos en combustible vegetal que luego vendían en Madrid. Esas dos razones impidieron la asistencia regular a la escuela de nuestra protagonista. “Iba un día sí, y cuatro no”, lamenta. Muchas veces su maestro, don Baldomero, se lo recordaba con pena: “Qué lástima que estés tan esclavizada en el campo. SIGUE
Tú podrías estudiar”, le decía aquel hombre a quien, por cierto, los lugareños le tienen dedicada una placa en el lugar en el que estuvo la Escuela y que ahora es el Centro Médico. “A don Baldomero Martínez”, reza.
El eco de sus palabras refiriendo lo que una vez le dijo un buen profesor se pierde mientras camina hacia la cocina. Tiene la comida en el fuego y, ligera como una pluma con sus 88 primaveras, va y viene a los fogones mientras habla sin perder el hilo. Una vez ha bajado el gas, se sienta de nuevo y prosigue. “Debió llegar al pueblo cuando yo tenía seis o siete años. Estaba casado con una señora que se llamaba como yo, Angela, que murió joven. De segundas, se quedó en La Puerta. Tuvo diez o doce hijos, y alguno todavía vuelve por aquí”, cuenta.
Ya con esa edad, a nuestra protagonista la montaba su madre a lomos de una mula “más mala que un demonio” que la llevaba donde estuviera su padre. “Le ayudaba en lo que tocara”, refiere, ya fuera segar, aventar, trillar, regar, acarrear o barrer las eras. Llegar de vuelta a casa, harta de sudar, no era una liberación. Su condición de mujer primogénita fue un lastre para ella, puesto que los quehaceres domésticos, incluido el cuidado de sus hermanos, se añadían a los referidos anteriormente. Entonces no había otra agua corriente para las casas que la que cruzaba el puente del río Solana donde “bajábamos a fregar y a lavar”. En el invierno “se nos quedaban las manos heladas de lo fría que estaba la corriente”, recuerda. En todo caso, no hay asomo de rencor hacia nada ni hacia nadie en sus palabras. “La vida era así. Mis padres eran unas buenas personas”, dice con resignación. “Trabajo, todo el que usted quiera. Escasez o hambre, ninguna”, así resume los primeros años de su vida.
Angelita aprovechó bien las pocas clases a las que pudo asistir. Aprendió a leer y escribir. Y nunca ha perdido la afición. “Hace poco terminé un curso para mayores en Trillo, y, aunque era la más vieja, fui de las mejores”, cuenta orgullosa. Le hubiera gustado ser maestra, “y hubiera valido”, añade. En la mesa sobre la que hablamos al calor de la lumbre está la Nueva Alcarria, revistas y crucigramas, “que me gusta mucho hacer”, puntualiza cuando se le pregunta.
De niña jugaba al tejo, “que tirábamos y rematábamos con el pie”, y a la comba. La porteña era todavía una chiquilla cuando estalló la Guerra Civil. Al inicio de la contienda, en 1936, Angelita y su familia vivían en Alcocer, donde su padre arrendó un monte de encina para hacer carbón. “En La Puerta hubo un alcalde, Lino Astasio, que no permitió las represalias. Era un hombre inteligente. Cuando le preguntaban por los cabecillas, respondía que no había ninguno”. En Alcocer no tuvieron esa suerte. “Un día se llevaron a dar el paseo a unos cuantos que despuntaban. Les engañaron diciendo que sólo iban a Guadalajara a declarar, los mataron en Peñalver como a perros y los apilaron en una montonera”, cuenta aún compungida. Uno de los ejecutados era el dueño del paraje del que extraían el carbón. Su mujer cometió el error de decirle a su hijo, un muchacho de dieciocho años, que se despidiera de su padre, “y resultó que los milicianos también se lo llevaron a él”. Nadie podía consolarla después. “No hacía más que repetir que ella misma había matado a su hijo”.
Aquel lamentable suceso desbarató los planes de la familia González, que regresó a la rutina de la tarea del campo en La Puerta: patatas, trigo, cebada, avena, cabras, ovejas y la cría de un par de cerdos que mataban en navidad con la que tenían carne para el resto del año.
Angelita quedó embarazada de moza y tuvo una hija, Rosa, “que me ha dado tres nietas y tres biznietos preciosos”, dice orgullosa. Como a muchas otras chicas de la época, las circunstancias la obligaron a emigrar a Madrid a servir, pero nunca se adaptó a la capital. “No di con buena gente”, valora. En ese periodo vio por primera vez el mar, una de las pocas alegrías que recuerda. El patriarca de una de las casas en las que trabajó era militar, comandante del ejército del aire y piloto. “Una vez me llevó a San Javier, en Murcia, en un aparato del ejército. El mismo día monté en avión y vi el mar”, explica. Allí, en las inmediaciones de la Academia General del Aire, veraneó algunos años con la familia para la que trabajaba.
En unas vacaciones en La Puerta, Angelita y Felipe Alvaro empezaron a hablar. La cosa cuajó, y la pareja se casó pasado un tiempo en la Iglesia de Fátima, en la madrileña calle de Alcalá, el día 15 de octubre de 1957. Celebraron el convite en los Salones Aragón. “Eran más modestos que los de ahora, pero lo pasamos bien”, dice. Sus padres, ya retirados, emprendieron el camino de la gran ciudad, mientras Angelita se mudaba definitivamente a La Puerta para dedicarse de nuevo a la tierra en un nuevo cruce de destinos.
Felipe tenía una pierna rígida a consecuencia de una herida que recibió en la Guerra. Suplía su minusvalía con una energía que, esa sí, era a prueba de bombas. “Labraba con dos mulas enormes. No sé cómo podía seguirlas con el arado”, recuerda la porteña aún admirada. Más tarde la familia compró un tractor, y, al contarlo, Angelita revive la ilusión que le hizo a su marido aquella máquina que todavía guarda su hijo en una nave. “Teníamos unas ovejillas. Las vendimos y, con el dinero que nos dieron, compramos el Barreiros”. En sus primeros años de matrimonio, segaron a mano. Tiempo después alquilaban una cosechadora que ahorraba muchas fatigas, “pero que casi nos costaba más de lo que sacábamos”, ríe.
El guion del agricultor había cambiado poco desde que Angelita era una niña. Era sota, caballo y rey. Una vez, Felipe, en un descuido, le dio demasiado maíz a uno de los cerdos que tenían para la matanza, y el animal reventó del atracón. “Me llevé un disgusto tremendo”, recuerda aún enfadada.
El matrimonio tuvo tres hijos, Felipe hijo, Ascensión y María Teresa, que le han dado otros dos nietos. Felipe padre se fue antes de tiempo. Murió de un derrame cerebral cuando tenía apenas 73 años. Angelita, más joven, quedó viuda con 64. Se acuerda mucho del amor de su vida y se le ilumina la cara cuando enseña su foto, pero, afortunadamente también ha tenido tiempo de disfrutar de una merecida jubilación. “Tengo por vecina en el pueblo a Felicitas López, que vive en París. Tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Una vez me invitó a visitar su ciudad alojándome en su casa”. Modesta, le preguntó si aquello “no iba a ser mucho para mí”. La francesa insistió tanto que con el viaje le regaló a su amiga quince días inolvidables. “Corrimos París de arriba abajo, el Lido, el Moulin Rouge, el Louvre…”. A la abuela se le llena la boca al hablar de su amiga.
Tampoco le faltan muchos lugares de España por conocer. Ha visitado La Coruña, Oviedo, Santander, Alicante, Salou, Córdoba y muchas otras ciudades y pueblos de nuestro país, pero sin duda, la que más le ha gustado ha sido Sevilla. “Qué bonita es”, define.
Nuestra protagonista disfrutó siempre de las fiestas de su pueblo. “En mis años mozos, bebíamos menos y bailábamos más”, opina. Tres eran las fechas más señaladas del año, con permiso de San Antonio en junio. La primera era el día del Niño, que se celebraba el tercer domingo de enero. “Había almoneda y se sacaba a Jesús en procesión”. La segunda, la romería a la Virgen de la Montealeja, en mayo. “Hemos ido con las mulas muchos años, nos hemos mojado y pasado frío y calor en la Ermita, comiendo en la explanada”, refiere. Aprovechado su relato, le preguntamos por la historia de la Señora. “Dicen que se le apareció a uno de Cereceda. Los panarros presumen de ser muy santurrones, pero yo tengo oído que vendieron la imagen de la Virgen a los de La Puerta por una arroba de vino, con la condición de que tenían que ir ellos primero a la Ermita en peregrinación”, dice con la misma guasa que le sobra para decir que “en La Puerta a Misa no va ni Dios, pero el día de La Montealeja, no falla nadie”. La tercera fecha era la fiesta de septiembre, celebrada en honor del Cristo del Socorro, que ahora se celebra a primeros de agosto. “La plaza era de tierra y cantos rodados, pero no veas como te corrían los pies”, siempre al son de dos músicos locales, Jesús Bueno y Gregorio Sierra, y de algunos más que venían de Ruguilla.
Y así, después de recorrer casi 89 años en una hora de recuerdos, volvemos a la cocina de su casa, calentita y confortable. “Ahora me veo recompensada después de todos mis quebrantos. Mis hijos, nietos y biznietos están todos bien, y yo sigo tan feliz en La Puerta”, termina.