El Escondite de Natalia: Como agua para chocolate

Como agua para chocolate

Se pasó la mano por el pelo negro y ensortijado que atrapado por una goma se rebelaba y le caía indomable y salvaje por la frente.

Hacía demasiado calor, pero ella entre los fogones, se olvidaba del mundo.

Los ojos le brillaban, la piel azabache era un mar de gotas que rozando su cuerpo se convertía en plata. El sudor era agua que buscaba dueño en su piel chocolate, pero resbalaba sin encontrarlo por el solitario escote, escondido tras una chaquetilla demasiado grande.

Metió un dedo en la mezcla y lo chupó. Cerró los ojos y se relamió los labios. Quizás picaba demasiado, pero era excelente. La intensidad del sabor la acaloró aún más, y se desabrochó dos botones de la chaquetilla.

Pasó la lengua por la mano y juntó saliva y sudor, mientras se tocaba la cara para aliviar el intenso calor. Después se tocó los pechos, pequeños pero tersos y ávidos de caricias.

Sartenes y ollas, espectadoras de su sensualidad inconsciente, se calentaban más y más. La carne, siempre culpable del pecado original, derramaba jugos cuando ella ponía más sal y pimienta. La cebolla con la miel de sus labios, se caramelizaba convirtiéndose en oro. El coro celestial de olores, enloqueció sus sentidos. La bacanal de sabores la transportó a un mundo de frivolidad carnal.

Corrió hasta la puerta. Dio la vuelta al cartel y dibujó cerrado en el cristal.

Apagó las luces. Subió las notas de jazz y se dejó llevar. Quiso jugar con el mármol de la encimera y se subió la falda, que casi tocó el cielo por las inmensas ganas.

Se bajó las bragas que llegaron al infierno, testigo de tantos y tantos impronunciables pecados.

Siguiendo las notas se desnudó lentamente. Bailó como solamente bailaba cuando estaba sola.

Y se frotó tan abierta que su cuerpo casi se rompe. Tan entregada que el frío mármol se calentó también rindiéndose a sus encantos. Verduras y frutas una noche más, se convirtieron en sexos viriles en sus mágicas manos.

La campana desbordada por tanta calentura se resentía emitiendo un sonido que sonaba a lamento. Mientras se frotaba, se olvidó de la cocina y él volvió a ocupar todos sus pensamientos.

Se soltó el pelo que, libre por fin, cubrió sus pechos acariciándole los pezones.

Se acordó de su lengua y de sus manos y no pudo más. Mojó sus dedos con un orgasmo que comenzó en su vientre y recorrió su cuerpo.

A través del cristal, él la observaba sin atreverse a entrar y su boca se le hizo agua como cuando estando cerca de ella, la respiraba y olía a canela. Como cuando le besaba las manos, y sabía a hierbabuena. Como cuando lamía su sexo, y parecía que devoraba un trocito de mar lleno de sal y de especias.

Se llevó la mano a la bragueta y frotó con ímpetu mientras la veía convulsionar. Algo le hizo mirar atrás mientras temblaba. Sus miradas se juntaron y por un instante maravilloso todo el rencor desapareció. El pasado se borró y le regaló una sonrisa felina y ardiente, llena de amor y deseo. Sólo duró un segundo, porque un gesto de culpa dibujado en su cara, hizo que lo volviera a ver en otros brazos, y el odio regresó con más intensidad que antes.

Su nombre se quedó a medio camino, se perdió en el sinuoso recorrido entre su mente y sus labios. Cerró los ojos para no mirarlo, y su boca abierta pero muda, expulsó un gemido animal de intenso dolor.

Un olor a quemado la devolvió a la realidad. El humo invadía la cocina. El chocolate derretido se quemaba. Apagó el fuego con agua que primero derramó sobre la olla y después sobre su cuerpo, extinguiendo su deseo y su amor por él. Su corazón se quedó frío y lágrimas de decepción y desolación recorrieron su piel.

Lagrimas que resbalaban como resbala el agua cuando, sin conseguirlo, intenta mojar el chocolate.

Como resbala la lluvia cuando, insistente, quiere empapar el cristal que insensible e inconmovible, la repele sin dejar que altere su destino de despego y soledad.