Gerardo Merino, la memoria y el humor de Sacedoncillo
Gerardo Merino nació el día 16 de octubre de 1927, en Sacedoncillo, pueblo hoy abandonado. Ya entonces el caserío era muy pequeño, “éramos sólo quince vecinos”, cuenta. Aun así, tenía su Ayuntamiento, y una infortunada Iglesia que cayó como una víctima más de la Guerra Civil. Cuando acabó la contienda, nadie se acordó de levantarla
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REDACCION
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redaccionguadanewses/9/9/19
viernes 07 de octubre de 2016, 12:32h
A sus ochenta y ocho años, Gerardo cuenta con una excelente memoria y un mejor humor. Para ayudarle en las pocas lagunas que dejaron sus recuerdos en esta conversación como para seguirle sus bromas, todavía cuenta con la complicidad de Nérida Palancar, con la que lleva sesenta y un años casado, hizo este 25 de mayo pasado. A Gerardo lo bautizaron en la Iglesia de Sacedoncillo, aunque quedara inscrito al registro civil de Muriel, pueblo del que era anejo ya entonces. “Cada uno llevábamos nuestras tierras, y teníamos treinta o cuarenta cabras, y otras tantas ovejas”, resume nuestro protagonista a propósito de la economía rural de la época.
Gerardo es el mayor de cuatro hermanos. Como no había escuela en el pueblo, su padre, Jesús Merino, compró la casa de la calle de La Picota en la que todavía reside la familia. “Yo tenía cuatro años cuando nos mudamos a Tamajón”. Un año después, Gerardo empezó a estudiar en la Escuela agallonera. El maestro se llamaba Antonio, “don Antonio Trejo”, precisa, siguiendo su discurso firme. Entonces había una chiquillería de “sesenta o setenta niños y niñas, porque cada familia tenía cuatro o cinco hijos”. El edificio estaba en lo que ahora es el hogar del jubilado, haciendo esquina entre la Travesía Primera y la calle Nueva. Los chicos iban a clase en el piso de arriba; y las chicas, en el de abajo. Su maestra se llamaba Gloria.
Cuando estalló la Guerra Civil, Gerardo tenía nueve años. “Me acuerdo perfectamente. Fue el día 18 de julio de 1936”, cuenta. A primeros de agosto de aquel año, Tamajón empezó a sufrir en primera persona la crueldad de la batalla. Mientras unos agalloneros trillaban en las eras la mies recién segada, oyeron caer los primeros obuses; en cambio, otros, no tuvieron tanta suerte. Según recuerda Gerardo, la artillería mató al menos a dos mujeres, ya mayores, a las que las andanadas les sorprendieron dentro de casa. “Vivían en esta misma acera”, dice, refiriéndose a las de la calle de La Picota. Los nacionales se habían apostado a un lado del Sorbe. Los republicanos se acuartelaron en Tamajón. Aquellos disparaban desde Jócar, arriba, en el cerro de La Torrecilla, “sobre las tropas acampadas en el pueblo”.
Según cuenta Gerardo, apuntaron los cañones un poquito más alto del caserío, lo que sin duda fue un alivio, porque la mayoría de los obuses explotaron a unos metros del casco urbano. La gente recogió lo más rápido que pudo sus pertenencias y se marchó, buscando el abrigo natural de las cuevas que hay antes de llegar a la Ermita de la Virgen de los Enebrales. “Allí pasamos tres días. Los hombres volvían al pueblo a por víveres. Las mujeres y los chicos, quietos dentro de la tierra”, recuerda Gerardo, haciendo un gesto muy claro con las manos.
Los agalloneros permanecieron en el pueblo hasta últimos de noviembre. Como la artillería y la aviación seguían bombardeando Tamajón, la población fue finalmente evacuada. “Fue entonces cuando quemaron los santos y el retablo de la Iglesia y trajeron vacas, de Campillo y de Palancares, a Tamajón. Las tenían dentro de la iglesia por la noche. Por el día las soltaban a pastar en el campo. Con ellas alimentaban a las tropas”, recuerda.
Una tarde fría y lluviosa del otoño del 36, los militares subieron a los agalloneros en un camión, sin lona ni techo, para llevárselos a Cuenca. “En nuestro lado, fueron los republicanos. En el otro, los nacionales hicieron lo mismo”. Los afortunados que tenían carros, emigraron con sus pertenencias a pueblos más cercanos, en los que tenían familia. “Como llovía aquella tarde, mi padre me mandó volver a casa, a por un paraguas, por si lo detenían a él”. Cuando el chaval entró por la puerta, los soldados le echaron el alto. “Me preguntaron que dónde iba y les contesté que a por un paraguas, porque estaba diluviando. Me dejaron cogerlo, y ví cómo se estaban merendando nuestros chorizos de la matanza, sentados en la mesa de la cocina”, recuerda.
Al día siguiente, el camión llegó por fin al pueblo de Valparaíso de Abajo, cerca de Huete, que era la cabeza de partido. “Nos metieron en un barracón que había sido cuartel. Amanecimos llenitos de piojos”. A los siete meses de estar allí, la abuela de Gerardo le escribió a su padre para que volviera en cuanto pudiera, porque iba a empezar la siega del año 1937. Los tíos de Gerardo estaban en la batalla, y su abuela, sola con tres caballerías en Sacedoncillo, que no había sido evacuado todavía. “Primero, mi padre marchó para saber dónde estaban los controles. Lo detuvieron tres días, y luego lo soltaron. Cuando supo por donde era seguro el viaje, nos volvimos todos, en un carro. Hicimos la primera noche en Buendía, la segunda en Guadalajara y la tercera en Fuentelahiguera. Desde allí se volvió el señor del carro. Mi madre, mi padre y yo mismo, con diez años, segábamos, y mi hermano pequeño, nos llevaba la comida. Otra hermana se quedó en Retiendas, con una tía”.
Aunque su pueblo natal también estaba en la línea del frente, al principio no lo bombardearon, por estar “en sombra, escondido detrás de las montañas”. Así, la familia Merino pasó el verano segando, como otro cualquiera. “Donde daba vista al frente, trabajábamos de noche”, dice, pero nada más terminar la siega, y antes de empezar de hacer el acarreo, evacuaron también Sacedoncillo. “Perdimos todo el trabajo”. Padres, hijos y nietos acabaron en Fontanar, sin tiempo para recoger apenas nada, ni siquiera las caballerías de los prados, que quedaron sueltas. “Nos iban a llevar a Tórtola. Pararon el camión en el cruce que separa el camino hacia un pueblo y al otro, sin saber qué hacer, hasta que se decidieron”.
Los refugiados, “algo parecido a lo que vemos ahora en la televisión”, fueron repartidos entre las casas de Fontanar. “A mi padre no lo reclutaron porque tenía ya más de cuarenta años” y tanto Jesús como su familia fue empleada por un terrateniente. “Con lo que nos pagaba como criados, comíamos; no pasamos hambre”. Por fin, terminó la guerra y los Merino volvieron a Tamajón. “Nos encontramos con un metro de basura en casa. No había puertas, ni ventanas. Pusimos una manta para tapar la entrada, mientras mi padre construía una cancela, con las tablas de un cajón”, dice.
El último comentario de Gerardo sobre la contienda, es un buen ejemplo de la perplejidad popular ante lo que pasó. “En la guerra, todo el mundo pierde. En esos años, mataron a muchos, y cuando terminó, a otros tantos. Nunca lo entendimos bien, porque no había ideologías. Como mucho, republicanos y monárquicos”.
A Sacedoncillo regresaron muy pocos vecinos. “Arreglaron tres o cuatro casas, nada más”. Todo el mundo hacía lo que podía para retomar la normalidad. Con una de las caballerías que se había salvado, Jesus Merino volvió a labrar sus tierras. “Mi padre tuvo que pedir trigo prestado en Arbancón, para poder sembrar, y unas cabras y unas ovejas en renta”. Poco a poco, la vida civil recuperó el pulso.
Las obras del pantano de El Vado, que también habían quedado paralizadas por la Guerra Civil, fueron reiniciadas en el año 1941. “La piedra para construir la presa la sacaron de la cantera de Tamajón. Yo tenía trece años cuando las retomaron, pero dije que tenía catorce para que me dejaran trabajar en la cantera, de pinche, llevando el agua a los obreros”. Jesús Merino iba prosperando. Por fin, pudo recoger un par de cosechas. “Cuando sobró un poco, devolvió lo que había pedido prestado”. Y así fue cómo los pueblos de la sierra, recuperaron, “malamente al principio”, la paz.
Cuando Gerardo cumplió los diecisiete años -dieciocho para sus capataces- se convirtió en obrero. Para lo que eran los tiempos, la construcción de El Vado contó con muchos avances técnicos y medios materiales. La constructora había levantado una nave en la carretera hacia Campillo, en la que se almacenaba el cemento que le dio consistencia a la presa. “Desde allí, lo cargaban en vagonetas, y, por una vía estrecha, lo transportaban hasta la obra. De la cantera sacaban la piedra. Con unas máquinas machacadoras producían áridos de tres tamaños: grava, arena y gravilla”, recuerda Gerardo. Para superar las montañas, y llevar el material donde hacía falta, construyeron una línea aérea que transportaba el hormigón hasta la obra.
Llegado el momento de cumplir el servicio militar, Gerardo estuvo diecisiete meses sin volver a casa en el cuartel de Pontoneros (Zaragoza). Jesús, su padre, cayó gravemente enfermo cuando Gerardo volvió con la licencia, y falleció poco tiempo después. “Mi madre, Consuelo, murió a los 75 años. Entonces me parecía que mi madre había muerto muy mayor. Ahora yo tengo 88, y no tengo prisa por marcharme, todavía tengo ganas de vivir”, dice.
Nuestro protagonista tomó el testigo agrícola de su padre, en Sacedoncillo, y también en Tamajón. Con aquel panorama, “cuando mi hermano volvió de la mili, se marchó a Madrid corriendo”, se ríe el de Sacedoncillo.
Gerardo y Nérida se hicieron novios en las fiestas de Muriel. “Entonces, íbamos andando y volvíamos a pie”. Nérida es la mayor de cuatro hermanas que trabajaban “más que algunos hombres” en el campo. “Además, su padre lo quería tener todo bien hecho”. Y fue en la fiesta de la Virgen de los Enebrales del año 1952, el segundo domingo de septiembre, cuando Gerardo y Nérida bailaron juntos por primera vez. “La acompañé hasta la salida del pueblo. Empezamos a escribirnos y después, a salir. A los dos años de novios, nos casamos. Arreglamos una casa, y se vino a vivir a Tamajón conmigo”. Un tiempo después, Consuelo se marchó con sus hijas menores a vivir a Madrid.
Nérida y Gerardo se contrajeron matrimonio el día 28 de mayo de 1955. “Nos casó, en la Iglesia de Muriel, un cura gallego, que se llamaba don Luis Soto. Me pidió una mula para no tener que ir andando a oficiar la ceremonia. Y pasó que le arrimé una de ellas a la pared, para que se subiera mejor, porque llevaba sotana. Y cuando iba a echar la pierna por encima del lomo, la mula se apartó…”. Lo intentaron con la otra, pero “tan a tiempo, pasó un coche y se lo llevó”. El ya matrimonio celebró la boda en casa de los padres de la novia. Entonces, ellas se casaban de negro. “Vino uno de Arbancón, Apolinar, a asar los cabritos y los corderos, en el horno de cocer el pan”, recuerda Gerardo. Novios e invitados celebraron la boda a lo grande, un día entero.
El matrimonio vivió en el pueblo hasta el 1968, año en el que emigraron a Madrid. “No había obreros para ayudar en el trabajo en el campo, y el de nuestro sólo, no llegaba para vivir”. Nérida y Gerardo tuvieron un hijo, José Jesús, que nació en Guadalajara, por complicaciones en el parto, en diciembre de 1956. En Madrid, Gerardo trabajó en la construcción, en una chatarrería y luego para el Ayuntamiento. “Empecé barriendo y después me hice inspector del medioambiente. Y allí me he jubilado”. José Jesus es electricista y tiene dos hijos, Sergio y María. El mayor, que también es electricista, le ha dado a Gerardo y Nérida un bisnieto, Adrián, que ahora es la alegría de la casa.