El Escondite de Natalia : Esa maldita noche
miércoles 02 de noviembre de 2016, 12:21h
Llovía sobre mojado. Sin tregua. La puerta se cerró de golpe tras ella, empujada violentamente por el frío viento de invierno.
Se sobresaltó, pero, incólume, el rojo de sus labios permaneció inalterado coloreando una anunciada y triste muerte.
Quizás fue su pelo, lacio hasta lo imposible, negro como el más oscuro de sus deseos. O quizás su sonrisa que atravesaba su cara con una hilera de dientes blancos y perfectos dibujando estrellas, que iluminaban la oscuridad de la noche.
Sin saber por qué, se fue sin retorno al mundo del deseo obsesivo, del anhelo desesperado que convierte el tiempo en un reptil, que se arrastra lento y pesado.
Movía su cuerpo acariciando un vestido demasiado corto y demasiado escueto. Sus pezones insolentes marcaban la fina tela mientras caminaba hacia ellos. Sus pechos se movían siguiendo un ritmo único, burlando la ley de la gravedad, libres de ataduras y prejuicios.
Mirándola, se olvidó de la copa que sujetaba, quedándose a medio camino entre la mesa y su boca, que desde ese día solamente anhelaría la suya, que desde esa noche moriría de sed sin su saliva.
Se quedó inmóvil, hipnotizado por su mirada, incapaz de articular palabra cuando se la presentaron. Pronunció un inaudible hola, qué tal?, y pudo sentir cómo ardía su sangre cuando ella se acercó y con los labios apretó sonoramente su mejilla para saludarlo. Un intenso olor a sándalo impregnó todos sus sentidos.
Risas de amigos y notas de flamenco lo trajeron de vuelta a la realidad. Pero no podía dejar de mirar cómo bailaba, arañando el aire con sus manos, dibujando con sus largos dedos estrellas que adornaron un pequeño trocito de cielo que ocupaba el bar. Su baile era cada vez más provocador.
El vestido dirigido por sus desinhibidas manos subía y bajaba al ritmo frenético de la música, dejando ver sus braguitas de encaje negro.
Se sentó, abrió las piernas y con un gesto indecente, le invitó a mirar mientras se acariciaba por dentro. Recorrió con la lengua sus propios labios y siguió bailando abierta, entregándose a la música, poseída por la desvergüenza del alcohol .
Notó cómo la bragueta crecía y le pidió, casi le suplicó, que lo acompañará al baño. Ella le regaló un beso húmedo y sucio que prendió fuego a sus entrañas, encendiendo desde ese momento un eterno infierno en su alma. Metió el dedo mojado en su boca. Su flujo se convirtió en veneno que enfermó para siempre sus pensamientos.
Dio media vuelta y se fue como había venido, bailando y riendo, indiferente a su corazón roto y a su suplicante mirada.
Corrió tras ella pero la noche la abrazó, ocultándola en la oscuridad de su seno.
Esa mañana se despertó frotándose frenéticamente con la imagen de su cuerpo bailando, recordando el amargo sabor a alcohol de su boca, añorando la humedad de su lengua. Poseído por una lujuria incontrolada, levantó bruscamente el camisón de la mujer que se había convertido en una desconocida con la que solamente compartía la cama.
Metió los dedos en su vagina con fiereza mientras la besaba el cuello, se los llevó a la boca para escupir y mojó su aletargado y seco deseo. Ella con un no que quería decir sí, se dejó poseer brutalmente y un orgasmo casi inmediato, dibujó en su cara una sonrisa de alivio y de femenino triunfo.
A esa mañana sucedieron otras de sexo renacido. De deseo mentiroso y engañoso consuelo. De ignorante inocencia y cruel embuste.
Todas las noches volvía a ese viejo bar buscando su sonrisa perfecta para aliviar con alcohol su amarga obsesión, prometiéndose inútilmente cuando partía, no volver a ceder a su locura.
Pero estaba preso, atrapado por ella, el veneno de su boca había enfermado su corazón, le había condenado a miles de noches en vela y otras tantas mañanas de engaño y falsedad.
La vio entrar. Un temblor recorrió su cuerpo. Se levantó para dirigirse a ella, pero pasó de largo y se lanzó a los brazos de otro hombre.
El demonio de los celos le poseyó y la demencia aniquiló su alma para siempre.
Hechizados sus sentidos, no sentía el frío que duramente castigaba su piel y los esperó fuera hasta que salieron abrazados y comiéndose a besos. El crepúsculo marchó y con él cualquier atisbo de cordura.
Un río de sangre corrió incontrolado, perdiéndose en la oscuridad de las tinieblas apenas alumbradas por la luna llena que, ignorante e inocente, adornaba engañosamente esa cien veces maldita noche de brujas.