La meditación de la Palabra de Dios a lo largo del camino cuaresmal nos ha invitado a la conversión del corazón, al reconocimiento de nuestros pecados y a no conformarnos con una vida cristiana mediocre. Para participar de la Pascua de Cristo, de su victoria sobre el poder del pecado y de la muerte, necesitamos progresar en la identificación con los sentimientos y comportamientos de Jesucristo.
Concluido el tiempo cuaresmal, se abre ante nosotros la Semana Santa. Durante las celebraciones del Triduo Pascual, la Iglesia nos invita a revivir, contemplar y actualizar sacramentalmente los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En estos misterios contemplamos a Jesús como el verdadero cordero pascual que entrega su vida por amor al Padre para llevar a cabo la liberación del pecado y de la muerte de todos los hombres de todos los tiempos.
En cumplimiento de las Escrituras y en plena fidelidad a la voluntad del Padre, Jesús se anonadó, se humilló, se hizo esclavo. No sólo se humilló y se postró ante sus discípulos para lavarles los pies, sino que asumió con amor incondicional y con total libertad la muerte redentora en la cruz. Este castigo, reservado para los esclavos y bandidos, es el mayor servicio que Él realiza a favor de todos nosotros.
La contemplación de la cruz redentora de Cristo en los desfiles procesionales y la adoración de la misma el día de Viernes Santo, en los oficios litúrgicos, tienen que impulsarnos a dar gracias al Padre celestial porque nos ama tanto que no duda en seguir entregando a su Hijo muy amado por nosotros y por la salvación de todos los hombres. Al mismo tiempo, hemos de dar gracias a nuestro Salvador ya que El, con su obediencia hasta la muerte de cruz, nos ha enseñado a cargar con nuestras cruces de cada día.
Los cristianos no podemos olvidar nunca que somos discípulos del Crucificado, que ha resucitado. Por ello, hemos de asumir el escándalo de la cruz que lleva consigo la renuncia a nosotros mismos, a nuestros gustos y caprichos, para seguir a Jesús que vivió toda su existencia atento a la voluntad del Padre y preocupado por sus hermanos, especialmente por los más necesitados. Cuando nos alejamos de la cruz de Cristo, vamos por un camino equivocado. En el mejor de los casos, seguimos nuestro camino o los caminos que el mundo nos invita a recorrer.
Pero, además, la contemplación del rostro dolorido de Cristo ha de ayudarnos a escuchar los gritos de sufrimiento y de dolor de tantos hermanos solos y abandonados, en los que Él se hace especialmente presente. No podemos cerrar nuestro corazón a las pesadas cruces de quienes son despreciados, marginados, oprimidos, violados, utilizados para la guerra o pisoteados en su dignidad. Desde cada uno de ellos, el Señor nos grita justicia, amor y verdad. Y en cada uno sigue prolongando su muerte y esperando la respuesta de buenos cirineos que le ayuden a llevar la cruz.
Superemos la indiferencia, renovemos la fe en el Crucificado y tengamos un recuerdo especial en nuestras oraciones por todos los que son perseguidos a causa de sus convicciones religiosas en distintos lugares del planeta. En la medida de nuestras posibilidades, colaboremos también en la colecta del Viernes Santo para paliar las ingentes necesidades y carencias de los hermanos de la Tierra Santa. Hagamos nuestros sus sufrimientos.
Con mi sincero afecto, feliz celebración de la Semana Santa.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara