En lo largo de la vida, todos hacemos proyectos que, con alguna frecuencia, nos obligan a salir de casa y a ponernos en camino para la realización de los mismos. En estos casos, aunque disfrutemos de la contemplación del paisaje y del afecto de las personas que encontramos en el recorrido, lo prioritario es llegar a la meta con el fin de alcanzar los objetivos que nos habíamos propuesto.
Esta experiencia de la vida ordinaria nos cuesta trasladarla a nuestra vida espiritual y, sin embargo, es necesario hacerlo. En ocasiones corremos el riesgo de ver la vida en este mundo como lo único importante y como una verdadera meta en sí misma. Sin embargo, la contemplación de la enfermedad o de la muerte de los amigos y de las personas queridas nos hace tomar conciencia de que estamos de paso, de que somos peregrinos. Las distintas etapas de este viaje son las que nos van preparando y conduciendo hacia la meta de la vida eterna con Dios.
Ciertamente, hemos de disfrutar de las alegrías del viaje, afrontar las dificultades del itinerario y comprometernos en la construcción de un mundo más justo y más fraterno, pero no debemos olvidar nunca que nuestro último destino no es esta vida, sino la participación de los cielos nuevos y de la tierra nueva que Dios nos tiene preparados después del paso consciente, creyente y responsable por este mundo.
Cuando recitamos el Credo, confesamos nuestra fe en la vida eterna, es decir, manifestamos que esperamos ese encuentro con Jesucristo en el que ya no habrá llanto ni luto ni dolor. Pero, a pesar de esta confesión de fe, nos cuesta testimoniar nuestra confianza en la vida eterna. En ocasiones, nos da miedo reconocer ante los demás que la fe cristiana, además de ayudarnos a confiar en el Señor durante nuestro caminar por este mundo, nos anima a esperar confiadamente en el más allá de la muerte física.
A pesar de que muchas veces en la vida hemos meditado que Dios cuida de nosotros, nos sostiene en el camino, nos ilumina con su Palabra y nos alimenta con su Cuerpo, en ocasiones nos resulta costoso vivir la unión con Dios, confiar en sus promesas y participar de su felicidad. Esto nos hace ver que necesitamos profundizar en la eternidad de Dios y en la nuestra, viviendo con Él y en Él.
El Concilio Vaticano II nos recuerda que “cuando falta ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas –es lo que hoy con frecuencia sucede-, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación” (LG 21).
Creer en la vida eterna no sólo nos permite esperar en el más allá de la muerte, sino ver con luz nueva las realidades del sufrimiento, de la muerte y del dolor durante nuestro paso por el mundo. Si no queremos experimentar constantes frustraciones, debemos poner nuestra esperanza en Dios y no dejarnos absorber por las cosas materiales. Los sacramentos y, especialmente la Eucaristía, que es alimento de vida eterna, nos permiten vivir la comunión con Dios, esperando poseerla un día en plenitud.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara