El Señor nos recuerda en el Evangelio que quienes quieran ser discípulos suyos han de estar dispuestos a asumir la cruz de cada día y seguirle. Esto quiere decir que el auténtico discípulo de Jesucristo tiene que cargar, cada día, con la cruz de los propios pecados e incongruencias, con la cruz de la incomprensión y del desprecio de sus semejantes, con la cruz de las propias debilidades y flaquezas.
Sin asumir gozosamente la cruz no pude haber auténtica evangelización, pues el evangelizador debe afrontar en cada instante la lucha entre la fe y la incredulidad. Nunca, pero menos en estos momentos, podemos esperar una situación ideal para evangelizar. Quienes quieran vivir como hijos de Dios en este instante deben estar preparados interiormente para asumir cada día más dificultades.
Por eso, al pensar en el futuro de la fe y de la humanidad, hemos de tener muy presente que la fuerza del Espíritu y la acción constante de la gracia nos preceden y acompañan siempre en la vida cristiana y en la misión de la Iglesia. Negar a Dios o relegarlo a un segundo plano, nos llevaría a entregarnos a la irracionalidad y al sin sentido. Es más, el reconocimiento del error, del mal y del pecado puede ser también un camino para emprender la vuelta a Dios, como le sucedió al hijo pródigo.
Pase lo que pase, los cristianos no podemos ser pesimistas ante el futuro. La nueva evangelización no va a producir grandes frutos en poco tiempo. Por tanto, debemos sembrar con alegría el grano de mostaza, asumiendo que éste sólo puede convertirse en un árbol frondoso si antes nace y crece. Los primeros cristianos eran pocos, pero contribuyeron eficazmente al crecimiento de la Iglesia, porque se fiaron de Dios y mostraron su amor incondicional a los hermanos.
En ocasiones, experimentamos temor al comprobar que los creyentes convencidos son pocos y que, al mismo tiempo, disminuye el número de cristianos en Occidente. Pienso que esta nueva realidad, en vez de angustiarnos o desanimarnos, tendría que impulsarnos a cuidar la autenticidad de la fe de todos los bautizados, a favorecer la experiencia religiosa de las familias y a fortalecer el testimonio creyente de los jóvenes.
Además, frente al individualismo en los comportamientos religiosos, los cristianos necesitamos redescubrir la importancia del asociacionismo y del trabajo en grupo. No somos islas, sino miembros de una Iglesia peregrina que debe ser signo y expresión de la comunión trinitaria en todas sus manifestaciones. La mejor forma de expresar esta comunión y unidad entre las tres personas de la Santísima Trinidad debe ser la vivencia fraterna y el trabajo evangelizador desde la comunión y la corresponsabilidad. Que el Señor nos conceda crecer en esta dirección.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara