Durante el tiempo de Navidad, los cristianos celebramos el aniversario del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Pero no celebramos este acontecimiento como un hecho del pasado sin repercusión en el presente. El Niño, anunciado por los profetas y nacido en Belén hace más de dos mil años, continúa naciendo hoy para que los cristianos y las personas de buena voluntad podamos experimentar su amor, su cercanía y su salvación.
Jesús, muerto y resucitado por la salvación de la humanidad, permanece vivo entre nosotros, especialmente, a través de su Palabra y de los Sacramentos. En ellos celebramos y actualizamos, por la acción del Espíritu Santo, cada uno de los misterios de la vida de Jesús. Por eso, podemos acercarnos a Él y experimentar su presencia salvadora en todos los momentos de la historia.
Dios viene al mundo para poner su tienda entre los hombres y para hacer germinar en el corazón humano el amor, la alegría y la paz. Por medio de Jesús, Dios se acerca a nosotros para regalarnos su Cuerpo y su Sangre, para sostener nuestra esperanza y para fortalecer nuestras rodillas vacilantes. Quienes se alimentan de su Palabra y del Pan eucarístico, dejándose transformar por él, pueden experimentar cada día el misterio de la Navidad, el misterio de la encarnación del Verbo de Dios.
Es más, para que nuestra experiencia religiosa y nuestra comunión con Cristo no se quedase en un puro espiritualismo, Jesús ha querido quedarse también para siempre con nosotros en los hermanos, especialmente en los más pobres. En la acogida, escucha y atención a los necesitados podemos seguir experimentando las constantes venidas salvadoras del Dios hecho carne a nuestras vidas. Lo que hagamos o dejemos de hacer con cada uno de ellos, se lo hacemos o dejamos de hacer al mismo Señor.
Por eso, la contemplación del Niño Dios en tantos marginados tendría que impulsarnos a practicar la solidaridad, compartiendo los bienes recibidos de Dios con quienes son sufren exclusión social o trato injusto. Con el nacimiento de Jesús, Dios mismo viene a morar en nosotros para liberarnos del egoísmo, de la corrupción y del afán de poder.
El hambre y la muerte de millones de personas cada día en el mundo, así como la desertización de la casa común, como consecuencia del afán de ganancias de algunos países y multinacionales, tendrían que hacernos pensar a todos. No podemos cerrar los ojos ante las graves injusticias sociales que privan de lo necesario para vivir a millones de personas, cerca o lejos de nosotros.
Dios no sólo nos regala a su Hijo. Por medio de Él nos regala también el planeta y los hermanos, para que, cuidando unos de otros, podamos vivir con dignidad. Si fuésemos verdaderamente solidarios con nuestros semejantes, como el Señor lo es con nosotros, todos podríamos disfrutar de las riquezas de la tierra.
El grito de los pobres del mundo clama justicia, respeto y dignidad. No nos cerremos a este grito desesperado y cargado de angustia. Abramos nuestro corazón ante toda miseria humana y no permitamos que nadie a nuestro lado sufra por falta de alimentos. Que el Príncipe de la Paz, con su nacimiento, nos dé fuerzas para luchar contra la injusticia y la violencia, y nos impulse a extender nuestras manos para tocar al mismo Cristo en cada pobre y excluido.
Con mi cordial saludo, feliz Navidad.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara