El día 6 de enero, los cristianos celebrábamos la fiesta de la Epifanía del Señor, su manifestación a todos los pueblos de la tierra. En el relato evangélico de los magos, que buscan al Niño Dios, guiados por la luz de la estrella, se cumplen las enseñanzas proféticas, en las que se dice que también los pueblos paganos habrán de rendir homenaje al Mesías. De este modo queda patente que Jesús vino y viene al mundo, como enviado del Padre, para ofrecer la salvación a todos los hombres y a todos los pueblos de la tierra.
Desde entonces millones de hombres y mujeres de todos los continentes, animados por esta incomparable noticia, no cesan de comunicarla con alegría desbordante a sus hermanos, después de experimentar en sus vidas el amor infinito de Dios y su salvación, aunque para ello tengan que abandonar su familia y la tierra que les vio nacer.
Nuestra Iglesia, eminentemente misionera, sigue ofreciendo hoy su contribución a la difusión de la fe cristiana en distintos países mediante un grupo de espléndidos y generosos misioneros. En todo momento hemos de dar gracias al Señor por el testimonio evangelizador de estos hermanos, pidiéndole les conceda fortaleza de espíritu para permanecer con alegría y esperanza en el cumplimiento de la misión.
No obstante, cuando planteamos la actividad misionera de la Iglesia en nuestros días, descubrimos que ya no sólo es preciso salir a otros países para anunciar la salvación de Dios y dar testimonio de Jesucristo. Son muchas las personas que en nuestra propia tierra no han oído hablar de Dios o que, si experimentaron su bondad y misericordia en otro tiempo, en la actualidad viven alejados de Él y de su Iglesia.
La contemplación de esta realidad tiene que impulsarnos a renovar nuestra vida espiritual, la adhesión a Jesucristo y la conciencia misionera. Sin una renovación de la fe en Jesucristo que nos permita superar la rutina y la costumbre, no será posible un nuevo ardor misionero ni un nuevo estilo evangelizador. Consecuentemente, la Iglesia no podrá hacerse presente en muchos lugares y ambientes necesitados de Jesucristo.
Si realmente estamos convencidos de que Jesús vino al mundo para ofrecer paz, amor y salvación a todos los hombres, hemos de salir con decisión al encuentro de quienes buscan la felicidad y la salvación. Es más, tenemos que ser muy felices porque Dios quiere contar con nosotros para ofrecer este gran tesoro a nuestros semejantes.
Con profundo gozo, hemos de asumir el encargo de mostrar el amor de Dios a tantos hermanos que lo necesitan y esperan, aunque aparentemente no sean conscientes de ello. La experiencia del amor misericordioso de Dios tiene que ayudarnos a hacer más fuerte y eficaz nuestro testimonio creyente en la Iglesia y en el mundo. De este modo, el Señor seguirá mostrando su amor y salvación hasta los últimos rincones de la tierra.
Con mi sincero afecto, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara