Durante el Triduo Pascual, los cristianos hacemos memoria y actualizamos sacramentalmente los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Él, que en los días de su vida mortal mostró su total fidelidad a la voluntad del Padre y su amor a los hombres, en la cruz lleva el amor a la máxima expresión.
Jesús nos libra de nuestros pecados y nos salva de la muerte eterna, no tanto por los grandes dolores y sufrimientos experimentados en su pasión y en su crucifixión, cuanto por el amor, la libertad y la fidelidad al Padre, con los que afrontó su vida y su muerte: “Nadie me quita la vida, yo la doy libremente”
Jesús puede salvarnos y ser nuestro modelo, también a la hora de afrontar la pasión, porque mientras los soldados lo desprecian y clavan en el madero de la cruz, Él muere como vivió, perdonando y disculpando a quienes lo injurian y crucifican, porque no saben lo que hacen. Jesús muere pidiéndole al Padre que continúe ofreciendo perdón, amor y paz a todos, incluso a los que lo matan.
Los cristianos, ante este inaudito misterio de amor, hemos de postrarnos de rodillas ante la cruz gloriosa de Nuestro Señor Jesucristo. Esta cruz elevada en medio del mundo nos recuerda que Dios sufre con nosotros, que carga con los pecados del mundo y que no toma en consideración las burlas de los hombres. Jesús no acusa a nadie de sus pecados y a todos ofrece perdón. Él comparte nuestras penas, lágrimas y desgracias.
La contemplación de la muerte de Jesús nos obliga a revisar nuestra fe y nuestro seguimiento, y nos invita a situarnos ante el sufrimiento, dolor y abandono de tantos niños, jóvenes y adultos en nuestros días. A Él le encontramos cuando nos acercamos a todos los marginados y despreciados por el mundo. Los ancianos ignorados, los emigrantes sin papeles y los hermanos humillados por el hambre son presencia permanente del Señor crucificado: “Lo que a ellos hicisteis, a mí me lo hicisteis”.
Muchos llevamos una cruz sobre nuestro pecho, como símbolo de nuestra identidad de cristianos y como expresión de la victoria de Cristo sobre el poder del pecado y de la muerte. El beso a esta cruz y la adoración del Crucificado, el día de viernes santo, tienen que ayudarnos a superar la indiferencia ante quienes sufren y deben impulsarnos a acercarnos cada día a tantos hermanos crucificados y abandonados.
De un modo especial, oremos y escuchemos el grito dolorido de los cristianos de Tierra Santa y del Medio Oriente que, con frecuencia, ven pisoteados sus derechos y su dignidad personal. En la medida de nuestras posibilidades, colaboremos con nuestra aportación económica, el día de viernes santo, para paliar las muchas carencias de estos hermanos a fin de que puedan soñar con un futuro mejor.
Con mi cordial saludo y bendición, feliz Semana Santa.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara