El evangelio de las Bienaventuranzas y la actuación de Jesús a lo largo de su vida muestran que Él no aceptó ningún tipo de violencia. En las relaciones con quienes no lo quieren bien, con quienes le desprecian y provocan graves sufrimientos físicos o morales, nunca responde con comportamientos violentos.
Cuando se dirige a Jerusalén para ser glorificado, se encuentra con el rechazo de los samaritanos, que no quieren darle alojamiento. Ante estos comportamientos, Santiago y Juan le preguntan si mandan que baje fuego del cielo sobre ellos. Jesús se vuelve hacia ellos y les regaña, pues no acababan de entender que Él había venido al mundo para salvar al hombre y no para destruirle.
La contemplación del Evangelio nos permite reconocer que Jesús, a lo largo de su vida, luchó por desterrar de la mente y del corazón de los miembros del pueblo de Israel la visión de un Dios violento. Con sus gestos hacia los pecadores y los publicanos, revela la presencia de un Dios, Padre de todos, que no se impone por la fuerza, sino que invita constantemente a sus seguidores a practicar el amor y la misericordia.
Para Jesús la llegada del Reino de Dios exige eliminar cualquier tipo de relaciones violentas entre los individuos y los pueblos. Dios, nos dirá Jesús, está cerca de todos, ama incondicionalmente a cada uno, perdona sin límites y espera que sus hijos estemos dispuestos a convertirnos y a cambiar nuestra forma de pensar y de actuar.
A pesar de estos testimonios, observamos que algunos gobernantes o personas con responsabilidades públicas, escudándose en sus convicciones religiosas, en su egoísmo o ideología, solamente entienden el lenguaje de la fuerza, de la represión y de la violencia para seguir en sus puestos o para imponer sus propios criterios sociales a los demás. La razón fundamental de estos comportamientos está en el desconocimiento de Jesucristo y en la concepción de un Dios vengativo y destructor del hombre.
Ante la contemplación de la violencia y de la persecución, a la que se ven sometidos miles de hermanos nuestros en distintos rincones del mundo, los cristianos no podemos devolver la violencia. Tanto en las relaciones familiares como en los comportamientos sociales, hemos de recorrer el camino que Jesús nos muestra con su estilo de vida.
En la convivencia diaria debemos defender siempre el amor, la paz, el perdón y la fraternidad. Lo absurdo e incongruente sería que los cristianos, después de confesar que somos seguidores de Jesús y después de la experiencia de tanta muerte y destrucción como consecuencia del odio y del afán de poder, aún pensásemos en la violencia, en la venganza y en la guerra como solución para los problemas del mundo. Oremos al Señor para que nos ayude a devolver amor a quien nos trata con violencia o desprecio.
Con mi sincero afecto y bendición, feliz día del Señor.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara